Era la tía más maciza del instituto. Estaba como un tren, pero no como esas mariconadas de aves de ahora, donde te puedes tomar una sopa fría de melón sin derramar una gota durante el trayecto (el de la cuchara, digo, no el del tren), sino como un tren con locomotora a vapor, de esos que asaltaban los indios y los forajidos en las pelis del Oeste y que nunca podían detener, que se mantenía inmutable sobre los raíles, con la cabellera de humo al viento y un silbato que causaba pavor entre el ganado que pastaba cerca; un pedazo de tren; un pedazo de tía. Por eso me extrañó que comenzara un día a sonreír y a lanzar miraditas traviesas cuando se cruzaba conmigo. ¡Qué raro!, pensaba yo, con lo alfeñique que soy, debe tratarse de una broma o algo. Pero no, porque un día ya no pude contenerme más e, intrépido, doblegando con mi sóla voluntad el innato miedo al ridículo y la timidez que siempre me han reprimido, me lancé como quien salta al vacío y le hice la gran pregunta. -¿Quieres i
Un alienígena alucinado.