Los padres suelen encontrar en sus hijos el faro de sus vidas. Tal vez por eso hay tanto padre desnortado cuando, al paso del tiempo, sus retoños pierden la luz y se pasan al lado oscuro. Los hay precoces en dicho viraje de rumbo, y con sólo unos añitos se desprenden del aura de querubines y les salen cuernos y rabo, se arman con tridentes y eructan vaharadas flamígeras que huelen a azufre. Se les conoce como pequeños hijos de puta, aunque las madres no siempre participen, al menos de modo activo y consciente, en la maquiavélica conversión, y no sean por tanto merecedoras de tan zahiriente calificativo. Ocupa la habitación contigua a la mía un matrimonio con un pequeño, ya converso, que no cesa de transgredir con sus berridos el límite permitido de decibelios. Habría que multarlo, o quitarle al menos puntos, a descontar, es un poner, de los créditos de su futura carrera, o de su poco probable y también futura paz conyugal. O simplemente, habría que darle dos hostias, por bárbaro y por
Un alienígena alucinado.