A Casimiro lo echó de su casa su mujer, cansada al parecer de que su marido no atendiera sus deberes conyugales, no ya con una discreta periodicidad, sino sin unos imprescindibles servicios mínimos, como en las huelgas; qué menos, pensaba ella, yo aquí, aburridita perdida todo el día, mientras él se lo pasa en grande con sus compañeros del trabajo; luego llega y que si la espalda o la cabeza o la almorrana o el estúpido del jefe; y me quedo siempre a dos velas. A mí no me tratas más como a una monja, le dijo el día que le puso la maleta a Casimiro en la puerta, ya tendrás tú algo por ahí, ya, pero a mi no me toreas tú más, ¡pichafloja! A Casimiro se le cayó el alma a los pies: estaba enamorado de su mujer, sólo que había dejado de atraerle sexualmente, ya no la deseaba más que como esposa y madre de sus hijos, pero como éstos aún no habían nacido tuvo lo que se llama un conflicto de intereses: el poco que sentía –sexualmente sólo, repito- por su señora y el desaforado por crear una
Un alienígena alucinado.