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Mostrando entradas de noviembre, 2009

Ya te digo

¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia

Un tal Nico

Un colaborador del periódico 'El Mundo', Nico Rey, denosta a la inefable Pilar Rubio, inubicable en la taxonomía periodística, pero en mi opinión desenfadada showwoman de los programas de cotilleo sin veneno y además una chica de muy buen ver, porque al parecer de este periodista Pilar es una chaquetera. ¿Por qué? A su entender por haber decidido con libre criterio trabajar para otra cadena de televisión. No sé cómo abordar el tema sin usar epítetos descalificadores para don Nico. No se me ocurre ningún argumento aparte del obvio, que tiene que ver con el libre mercado y la respetabilísima opción que cada cual tome dentro de las reglas de ese mercado. Las obviedades se resisten a ser asistidas, argumentadas, defendidas, obviamente, sobre todo si pertenecen al universo de las libertades individuales dentro de un estado democrático del que durante algunas décadas estuvimos excluidos. Señor Nico, ¿a usted le pagan por sus escritos? Porque si es así, ya es más chaquetero que la po

Las vueltas de la vida

Fue su mirada lo que me alertó. Una mirada cortante, sigilosa e inmisericorde tras la que se adivinaba un poso de melancolía, como de halcón herido. Sus ojos ambarinos la dirigían, taladrándolos hasta desnudar sus auténticos pensamientos, hacia quienes merecían su ira o tal vez sólo su incomodo, como una linterna traspasa la oscuridad y desvela lo que realmente oculta. Era una mirada certera y despiadada en esas ocasiones, aunque luego se volvía lánguida, inerme, sin substancia: ese era su disfraz, parecer inocua e indefensa para ocultar su condición letal. Así era, recordé, la mirada de Fernandito, al que hacía más de veinte años que no veía, desde el final del bachillerato, que al igual que primaria y secundaria cursamos juntos, como camaradas inseparables, en el Sagrado Corazón. Y así era también la mirada de aquel hombre al que había estado siguiendo durante días, un cuarentón del que poco sabía aún, salvo que su mirada le otorgaba, al menos provisionalmente, la identidad del mejo

La pluma de Onetti

Hace poco tuve un sueño no sé si dormido o despierto. Debería haber una manera de distinguir los sueños según el estado en que los tuvimos, pero al menos en mi caso no hay manera. Así que confundo a veces lo soñado en sueño y lo soñado en vela. Y es una lata, ya que la huella evocativa que me abruma o me regocija durante horas o días después de soñar sueños dormido se ha reproducido en los sueños de vigilia, de tal modo que mis estados de ánimo de soñador sempiterno oscilan a merced de ese poso de sentimientos que ahora también me producen mis sueños desvelados. No sé que diría Freud al respecto, pero repito que es un fastidio. Pero quiero hablar de ese sueño que soñé tal vez dormido, tal vez despierto y que alteró la rutina de mis apetencias y caprichos durante algunos días. Soñé que yo era la pluma de Onetti, la misma con la que escribía sus líneas anárquicas y geniales. Como comprenderán, no tenía un horario de trabajo, ni un lugar fijo de descanso, aunque frecuentaba mucho la

El mismo mal

La burocratización excesiva de las organizaciones sociales y políticas es un fenómeno tan antiguo como las propias sociedades y ha sido uno de los primeros síntomas de su decadencia. Pero en un mundo como el actual donde la velocidad de los cambios se ha convertido en su seña de identidad y en el factor histórico diferencial, el lastre que supone la burocracia para reaccionar ante esos cambios vertiginosos y adaptarse a circunstancias en continuo movimiento es tan pesado que simplemente está consiguiendo que asistamos impotentes al espectáculo de nuestra propia destrucción. No hay que olvidar que fue su opresiva burocracia uno de los factores determinantes de la caída de la URSS, un gigante artrítico, social y políticamente anquilosado, incapaz de moverse bajo el peso de esa burocracia excesiva. La rigidez social, el cretinismo político, la parálisis moral, son lacras comunes a todos los países occidentales y las comparten por igual gobiernos de izquierdas y de derechas. El vendav

Gris

   Un humo denso y plomizo se elevaba sobre los tejados de la ciudad. Los rayos del sol no conseguían atravesar aquella espesura gaseosa. Era un día como otro cualquiera, la misma quietud indolente, la misma monotonía cromática, el silencio de la desesperanza. El tiempo se apelmazaba sobre las calles vacías, laberínticas y estrechas, y la mugre y el abandono tiznaban de olvido las fachadas de las casas. Como una foto en blanco y negro de sí misma, la ciudad se diluía en su propio olvido, delicuescente y etérea, momificada, como esperando un piadoso soplido para deshacerse al fin en cenizas.    Un cuervo se posó sobre la estatua de algún preboste local y trató de picarle los ojos de mármol. En una ciudad sin alma no hay alimento para los cuervos.    El río alquitranado se remansaba en turbios recodos donde se acumulaban inmundicias que había arrastrado desde muy arriba, desde otras ciudades de las montañas donde todavía ardía la llama de la vida.    El niño apareció silbando

El rehén

No se debería recoger pasajeros sin antes estar seguros de su naturaleza, aunque en mi caso ha sido precisamente el estudio de mi naturaleza el motivo por el que me han recogido. Soy, o mejor dicho, seré un objeto de estudio para ellos, se afanarán durante un tiempo en descifrarme buscando en realidad alguna pista que les lleve a descubrir algo sobre ellos mismos. La mayor incógnita que puede existir siempre se refiere a uno mismo, como individuo que vive y morirá, como especie viva que previsiblemente iniciará algún día su declive, que tal vez ya lo ha iniciado -¿cómo saber interpretar los signos del comienzo del fin cuando se niega tozudamente la posibilidad misma de ese final?- para desaparecer como apareció, sin un porqué, sin una función imprescindible que cumplir, sin un cometido. Me repliego sobre mí mismo en la oscuridad de este cubículo frío, mis sienes laten al ritmo acompasado de mi temor, la ausencia de dolor físico no me consuela, ¿cómo aliviar la angustia de estar preso