Luisa y yo llegamos a un acuerdo. Sobra decir que el amor que sentíamos el uno por el otro era tan intenso y físico como romántico y etéreo. Un amor perfecto, duradero, apasionado -excesivo, vamos-, de esos amores por los que matas o por los que mueres, pero que en definitiva te abocan a una inexorable contienda de la que no está exenta la violencia, verbal y contenida al principio, pero necesariamente física después, de consecuencias previsiblemente nefastas. Por eso Luisa y yo acordamos que si llegaba la etapa de violencia física a nuestra relación, la fase de los golpes y de la sangre, nos suicidaríamos. Pero no conseguíamos ponernos de acuerdo en quién lo haría primero. Nos reprochamos mutuamente que dudar de que el segundo incumpliría lo acordado no suicidándose era una horrible falta de confianza del uno en el otro. Y ambos teníamos razón. Una vez muerto el primero -por mano propia- qué impedía al que sobreviviese cambiar de opinión y seguir vivito y coleando. Lo echam
Un alienígena alucinado.