Lo malo de padecer una enfermedad, aunque se trate de un simple resfriado, es que te quita la alegría, además de la salud. Esas gotitas de entusiasmo tan imprescindibles para levantarte cada mañana -o cuando sea que te levantes- con el ánimo propicio y la mente lubricada se evaporan en cuanto algún contratiempo de naturaleza patógena zancadillea tu salud y la deja por los suelos. La postración a que te obliga y la eventual convalecencia es un tiempo muerto en la vida que transcurre muy despacio, pero no se puede hacer nada contra eso: la naturaleza tiene su propio ritmo y, como dice Conrad, al tiempo no se le pude meter prisa. Lo malo es que su aliada, la muerte, no conoce la paciencia, esa sí que no espera, ni consiente demoras. Ni los más impuntuales acuden tarde a su cita con ella. El mismo Matusalén, que usó todas las triquiñuelas para demorar el encuentro, tuvo al final que claudicar y acudir a su llamada. Cuando el médico le dijo a Robert Louis Stevenson que si seguía con su vida disipada moriría joven, el escritor contestó: “siempre morimos jóvenes, doctor”. Eso debía de pensar también Pepín Bello, que frecuentó a todos los escritores de la generación del veintisiete y que murió hace poco ya centenario, cuando al ser preguntado -con muy poco tacto- en una entrevista que concedió poco antes de morir si quería decir algunas palabra como epílogo a su larga vida, contestó con una sonrisa de resignada melancolía: “pues que no ha sido tan larga”. Y yo, alienígena de salud delicada, espero sin impaciencia el día en que habré de recibir la lúgubre y postrer llamada, que será, como siempre ocurre, el día menos pensado...Ese en el que siempre pienso, como diría Manuel Alcántara.
“Qué más te da a qué carta quedarte, si al final no te vas a quedar”. Bergamín, José.
Comentarios