Desde mi hotelito en la serranía de Ronda trato de ahuyentar el espíritu incómodo de mi pertinaz alergia. No lo consigo del todo, pero me distraigo leyendo a Mújica Láinez y sus soberbias novelas históricas, plenas de acierto literario y de fidelidad a lo acontecido -de toda la fidelidad que un saber, el histórico, tan escurridizo como propenso a la malicia testimonial permite-, me sumerjo en sus páginas hechiceras y huyo del tiempo, buceo a pulmón en ignotas simas históricas y recupero aconteceres dignos de ser rescatados del olvido de los mostrencos del zapping y la play station. Yo de mayor quiero ser escritor de historia novelada, o novelesca, como Thorton Wilder, o Margarite Yourcenar, o Mika Waltari, o Gore Vidal; o, por supuesto, el mismo Mújica. Una novela histórica debe ser, para ser buena, ante todo una novela bien escrita y no, como sucede a menudo desde que se puso este género de moda, una amalgama de datos y sucesos pasados más o menos hilvanados por una trama de pésima calidad y un harto ingenuo leiv motiv las más de las veces. “¿Tienen ustedes algo sobre los templarios?”, oí que preguntaba unas señora a un empleado de una librería, sin inquirir -porque era evidente que no le importaba- ningún otro dato que le garantizara al menos la solvencia literaria de la obra.
En ninguna de las mil vidas paralelas que me ha sido dado vivir he encontrado como telón de fondo de la Historia otra cosa que la infinita estupidez humana.
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