La literatura artística utiliza como materia prima las palabras, y ocurre que las palabras -el lenguaje- son un instrumento de comunicación y de difusión del conocimiento además de un medio de arte. Tenemos así una ‘literatura de conocimiento’ y una ‘literatura de imaginación’, o bien una única literatura con dos dimensiones: una dimensión utilitarista o de uso y una dimensión hedonista o de disfrute. En el primer caso no hay posibilidad de error porque tanto el autor como el lector son conscientes de su finalidad, que no es otra que el incremento del nivel de conocimiento que poseemos y la mejora de nuestra capacidad de pensar y reflexionar sobre los sucesos de la vida. En el segundo caso, la literatura de ficción, la cosa no está tan clara, y tanto el autor como el lector suelen incurrir en errores de bulto a la hora de abordarla.
No es infrecuente que algunos autores de ficción intenten colarnos en sus escritos su propia filosofía de vida o doctrinario filosófico. El lector experto sabrá detectar el fraude y colocará de inmediato el libro en el estante de los escritores poco fiables. El lector menos aventajado hará lo mismo aunque sin tener claro el motivo. Y es que no hay nada menos estimulante que las opiniones personales de un autor de ficción. Por otro lado, el mayor error que puede cometer un lector es abordar una pieza literaria con la intención de aprender, esto es, concebirla como un medio y no como un fin en sí misma, soslayando así su vertiente hedonista. De ese modo el lector –en este caso mal lector- estará despreciando lo mejor que la obra puede ofrecer y, según la obra, desaprovechando la oportunidad inestimable de disfrutar de una pieza artística de primera calidad. Pero es que hay lectores que no saben leer más allá del significado literal de las palabras, lo que constituye un inconveniente tan grave como la ceguera para quien quisiera recrearse con la contemplación de un buen lienzo, o la sordera para quien desease disfrutar de una sinfonía espléndida. Teniendo claro que estos últimos no tienen por qué ser literalmente ciegos o sordos.
No es infrecuente que algunos autores de ficción intenten colarnos en sus escritos su propia filosofía de vida o doctrinario filosófico. El lector experto sabrá detectar el fraude y colocará de inmediato el libro en el estante de los escritores poco fiables. El lector menos aventajado hará lo mismo aunque sin tener claro el motivo. Y es que no hay nada menos estimulante que las opiniones personales de un autor de ficción. Por otro lado, el mayor error que puede cometer un lector es abordar una pieza literaria con la intención de aprender, esto es, concebirla como un medio y no como un fin en sí misma, soslayando así su vertiente hedonista. De ese modo el lector –en este caso mal lector- estará despreciando lo mejor que la obra puede ofrecer y, según la obra, desaprovechando la oportunidad inestimable de disfrutar de una pieza artística de primera calidad. Pero es que hay lectores que no saben leer más allá del significado literal de las palabras, lo que constituye un inconveniente tan grave como la ceguera para quien quisiera recrearse con la contemplación de un buen lienzo, o la sordera para quien desease disfrutar de una sinfonía espléndida. Teniendo claro que estos últimos no tienen por qué ser literalmente ciegos o sordos.
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