A Casimiro lo echó de su casa su mujer, cansada al parecer de que su marido no atendiera sus deberes conyugales, no ya con una discreta periodicidad, sino sin unos imprescindibles servicios mínimos, como en las huelgas; qué menos, pensaba ella, yo aquí, aburridita perdida todo el día, mientras él se lo pasa en grande con sus compañeros del trabajo; luego llega y que si la espalda o la cabeza o la almorrana o el estúpido del jefe; y me quedo siempre a dos velas. A mí no me tratas más como a una monja, le dijo el día que le puso la maleta a Casimiro en la puerta, ya tendrás tú algo por ahí, ya, pero a mi no me toreas tú más, ¡pichafloja!
A Casimiro se le cayó el alma a los pies: estaba enamorado de su mujer, sólo que había dejado de atraerle sexualmente, ya no la deseaba más que como esposa y madre de sus hijos, pero como éstos aún no habían nacido tuvo lo que se llama un conflicto de intereses: el poco que sentía –sexualmente sólo, repito- por su señora y el desaforado por crear una familia, por sembrar su semilla y perpetuarse, por tener descendencia, por dar vida a carne de su carne y a sangre de su sangre. No era cierto –y le dolió mucho la acusación- que tuviera un lío, simplemente era casto. Al menos, pensaba, la castidad no es hereditaria.
A Casimiro lo perdía, entre otras muchas cosas, su ingenuidad. Enseguida una lagarta que lo caló a la segunda copa en un turbio bar para gente desangelada y también para cazadores de gente desangelada, le propuso ir a su casa –de ella- a tomar la penúltima. Casimiro se dejó conducir anticipando con indiferencia la inevitabilidad del fiasco. Para su sorpresa y el bien de su desdibujada autoestima consiguió llegar a puerto por tres veces aquella noche. Inmediatamente le pidió matrimonio a la lagarta, convencido de que su destino había enderezado el rumbo.
A Casimiro su nuevo matrimonio –debidamente finiquitado el anterior en su momento- le satisfizo más. Tuvo cuatro hijos y dos hijas, pero con su nueva mujer le acometían unas incomprensibles ganas de sexo a todas horas. La lagarta, que iba a lo que iba, se fue cansando de fingir y un día dijo hasta aquí hemos llegado, y salió por peteneras. A mí no me tratas tú como a una esclava sexual, como si fuese un coño con patas, le dijo cuando le puso a Casimiro la maleta en la puerta, seguro que te tiras hasta a una escoba con falda; anda, lárgate y déjame tranquila, ¡pervertido! ¡Pichabrava!
N.B.: los seis retoños acompañaron a Casimiro en su destierro, no así su nómina.
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