Era la tía más maciza del instituto. Estaba como un tren, pero no como esas mariconadas de aves de ahora, donde te puedes tomar una sopa fría de melón sin derramar una gota durante el trayecto (el de la cuchara, digo, no el del tren), sino como un tren con locomotora a vapor, de esos que asaltaban los indios y los forajidos en las pelis del Oeste y que nunca podían detener, que se mantenía inmutable sobre los raíles, con la cabellera de humo al viento y un silbato que causaba pavor entre el ganado que pastaba cerca; un pedazo de tren; un pedazo de tía.
Por eso me extrañó que comenzara un día a sonreír y a lanzar miraditas traviesas cuando se cruzaba conmigo. ¡Qué raro!, pensaba yo, con lo alfeñique que soy, debe tratarse de una broma o algo. Pero no, porque un día ya no pude contenerme más e, intrépido, doblegando con mi sóla voluntad el innato miedo al ridículo y la timidez que siempre me han reprimido, me lancé como quien salta al vacío y le hice la gran pregunta.
-¿Quieres ir al cine conmigo?
Y ella, ante mi sorpresa, contestó.
-Hombre, ¡por fin!, pensaba que nunca te ibas a decidir.
O sea, que no era broma: quería salir conmigo. Pero enseguida prosiguió.
-Y después podemos ir a mi casa y acostarnos. ¿Te mola?
A pesar del mareo que sentía a causa del pavor, casi tuve una erección allí mismo.
-Me mola- dije, con un hilo de saliva colgando de mi labio inferior y la mirada extraviada de los locos sin remedio.
-Sólo que tengo una fantasía y me gustaría llevarla a cabo. Para mí es muy importante porque aún soy virgen y quiero ser desflorada por ti, pero cumpliendo esa fantasía.
-¿Y cuál es? -¡no podía creerlo, me estaba pasando a mí!
-Que me follen por los dos agujeros al mismo tiempo.
Se esfumó la erección. Aquí hay trampa, pensé, o esta está como una cabra.
-¿Los de abajo?
-Pues claro, tontaina, la boca la necesitaré para decir guarradas mientras me corro, y no está bien hablar con la boca llena, yo soy una chica bien educada.
-Es que…yo…yo…
-¡¿Yo qué?!- chilló.
-Que sólo tengo una polla.
-Me lo figuraba- contestó muy tranquila, mirándose las uñas.
-¿Entonces qué hacemos?- pregunté ingenuamente.
-Buscar otra.
-Otra… ¿polla?
-Evidente.
-Es que yo con otro tío… no sé, creo que no me va.
-¿Tienes algún trastorno psicosexual que deba conocer? No sé, envidia del pene, complejo de Edipo, homosexualismo latente…
-No, que va, soy un chico sano. Mantengo relaciones sexuales con toda normalidad.
-Sí, claro, con tu mano derecha.
-Pues te has equivocado, porque soy zurdo, ¡listilla!-nada más decirlo quise morirme, pero era tarde, quedé en completa evidencia, si aún quedaba algo por evidenciar. Ella hizo como que no había oído.
-Mira, tengo una idea. Yo busco al otro, quedamos con él en mi casa (mis padres estarán fuera este fin de semana) a una hora en que nosotros ya estaremos allí, tú te desnudas y te pones una caperuza negra que he comprado para la ocasión y esperas en la habitación. Yo recibo al otro, lo hago desvestirse y colocarse otra caperuza, así no os podréis ver. Cuando acabemos, uno de los dos se marcha primero y el otro, tras unos minutos, así nunca sabréis quién es quién y no habrá vergüenza que lamentar, ¿te parece?
-Vale- dije tras meditarlo un poco.
Y así fue. Aquella memorable tarde ella perdió la virginidad y yo también (en el sentido viril, me refiero, no nos confundamos). Todo salió según lo planeado. Fue genial. Sólo cuando me estaba vistiendo apresuradamente para irme (me tocó a mí salir el primero) me di cuenta que no me había quitado los calcetines, pero qué más daba, la experiencia había sido… ¡sublime!
No la vi más por el instituto. Semanas más tarde me crucé en la calle con ella; iba muy agarradita a un maromo.
-¿Qué tal?
-¿Qué tal?
-Mira, te presento a mi novio. He dejado el instituto porque a lo mejor nos casamos, ¿verdad, cielo?
Él descubrió una sonrisa bovina y reclinó la cabeza contra la de ella. Bonita escena de amor.
-Bueno, me largo –dije-, me esperan para cenar; una cita, ya sabéis –dije, sonrojándome un poco mientras les guiñaba un ojo. Me alejé de ellos andando.
-¡Tronco!- gritó, ya algo lejos, el maromo. –¡Si te la vas a follar no olvides quitarte los calcetines!
Me sentí una cucaracha. Tal vez me convertí en una cucaracha. Como George Samsa.
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