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Saber resignarse


La resignación ante lo inevitable es una cualidad que pocas personas alcanzan en vida; luego ya no sabemos, y además el dato no viene a cuento. Sí que hay grupos sociales históricamente más propensos a la conformidad, incluso al estoicismo, que otros. Son los marginados sociales, los estratos menos afortunados de la sociedad, los parias que ni siquiera votan porque les da lo mismo quien les joda. Cuando a la desventura económica se suma el oprobio debido a motivos religiosos o étnicos o de cualquier otra índole, el soslayo se convierte en condena, tácita o franca, y la situación vital de estos grupos sufre un progresivo deterioro que acaba por empujarles al éxodo o bien por alentarles a una vida delictiva para luchar por su supervivencia. Pero siempre con un acatamiento callado y manso de su destino, irónico a veces, como se aprecia en la anécdota del gitano que, en la época de la posguerra española, es conducido por dos guardias civiles al cadalso para ser ejecutado en cumplimiento de una condena de muerte que el juez había dictaminado contra él; era un lunes por la mañana y el gitano exclamó: ‘Pues empezamos bien la semana’. Nótese la aceptación incondicional de su destino, el humor negro que destila su frase, la macabra impotencia del que se sabe perdido desde siempre.

No  consigo imaginar –aunque los haya- a un miembro de la clase opulenta capaz de atesorar un grado de resignación parecido. La desventura, para aceptarla sin padecimiento, hay que haberla vivido desde muy chico y durante mucho tiempo. Tal vez por eso, los ‘self-made men’ que parten de la nada y alguna vez caen al arroyo del que partieron no tienen graves problemas en recuperarse y alcanzar de nuevo la cumbre. En cambio, los ricos ociosos que han heredado la riqueza y el ocio, tiemblan de pánico ante la perspectiva del menor contratiempo, y si éste llega a producirse es muy probable que dediquen los siguientes años a lamentarse de su mala fortuna en vez de hacer algo para aliviar sus males.

En tales tesituras ayuda mucho la fe, y contarle las penas al párroco sin duda alivia muchas almas atormentadas que desean con todo su corazón creerse que serán recompensados  en la otra vida por lo que sufren en esta, pero por si acaso y mientras llega esa bienaventuranza –que siempre sucede después del pequeño tramite de la muerte, y por eso no hay constancia de su existencia- yo no dejaría de jugar a la lotería, porque a lo mejor se produce un giro en su suerte y disfrutamos del espectáculo de ver a un pobre viviendo en la Tierra como en el Cielo prometido. Los ricos, en cambio, no necesitan invocar a la suerte para vivir como Dios.

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