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Miedos


Como vivía con el miedo permanente de ser envenenado por alguno de sus sirvientes, sobornado por alguno de sus innumerables enemigos, hizo torturar a cada persona que servía en palacio, desde el chambelán hasta el último palafrenero, convencido de que el culpable confesaría la villanía que se estaba fraguando contra él. Murieron varios de los torturados y el restó quedó muy afectado, algunos desgraciados de por vida. Tres se confesaron culpables para acabar con los sufrimientos. Se les ajustició públicamente, a pesar de lo contradictorio de sus declaraciones, que formaban tal galimatías que hasta el jefe de seguridad de palacio tuvo que admitir para sus adentros la inocencia de aquellos desgraciados.

Como el pensamiento de que alguna de sus esposas le era infiel le trastornaba el sueño, hizo comparecer ante él a todo el harén y, una por una, acusó a todas sus mujeres de adulterio. Cada una se defendió como pudo y todas esgrimieron en su defensa el argumento de que sólo trataban con eunucos y que jamás habían tenido trato alguno con varones enteros excepto con él mismo. Por si acaso, ordenó cegar a los eunucos y castrar a unos cuantos ayudantes de cocina para dar ejemplo.

Como el miedo a ser olvidado por la Historia atormentaba su vanidad, hizo acudir a palacio a los más prestigiosos artistas del reino para que escribiesen sus hazañas como príncipe, dibujasen su figura en lienzos enormes y esculpiesen su busto sobre alabastro. A su debido tiempo, daría ordenes para que aquel colosal trabajo artístico fuese oportunamente esparcido por todos los rincones de su reino.

Pero, como suele suceder en los cuentos sobre príncipes chalados de reinos remotos, nuestro príncipe no sobrevivió a sus paranoicas pesadillas ya que, como cualquiera que no fuese esclavo de sus miedos podía preveer, uno de los artistas acabó por enamorarse de una de las esposas y, con la ayuda de uno de los cabreados médicos, convencieron a uno de los ayudantes de cocina castrado por orden del príncipe para que le llevara a éste un tazón de caldo aliñado con estricnina que el príncipe ingirió sin recelo. Sólo cuando comprendió que se moría intuyó la causa de la muerte y, a la vez que lamentaba haber sido el principal instigador de la misma con sus insensateces de desquiciado, miró con asombro al sonriente pinche y reconoció que el puñetero tenía un par de cojones.

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