Sospeché desde el principio que el nuevo y desdentado y simiesco ayudante de James era menos tonto de lo que parecía. Tal vez acentuaba con intención la impresión primera que causaba de bobo sin malicia que se reserva inesperados dardos de veneno verbal -veneno defensivo, para salvaguardar su dudosa dignidad- aunque descafeinado, sin peligro, a causa -era evidente, pensaban los muchachos- de la imposibilidad patente de malicia, mucho menos agresividad, que no se escapaba al olfato de nadie, por poco acostumbrado que estuviese a las costumbres del pueblo. Era un tipo bajo, chato, feo, infantil y ampliamente estúpido. La opinión era unánime: James había hecho un mal negocio, tendría que rectificar con sutileza para no quedar expuesto a la guasa de los muchachos, que tenían mucha, pero que mucha guasa.
-Monkey -gritaba uno desde su asiento, jaleado por la cuadrilla-, ¿por qué no usas también los pies para servir? Ganarías una pasta, mono de los cojones. Y el descojone era general.
Monkey sonreía con risa simiesca y contestaba con la rapidez del rayo: “Y si usara la polla me haría el amo del pueblo”.
Y antes de que el súbito silencio se volviera embarazoso bizqueaba, tropezaba con un taburete y milagrosamente alcanzaba la jarra de cerveza que debía acabar en el suelo y la mantenía llena. Después bizqueaba de nuevo y decía tal vez: “¡Mi madre! Si la jorobo la cago”. Y el bar se distendía en una carcajada inquieta.
Sí, ya digo que lo sospeché desde el primer momento. Monkey actuaba, y actuaba muy bien. Convencía cuando era imprescindible, por muy delicado que fuese el momento; no titubeaba ni se acobardaba, eso lo vi rápido, y lo tuvieron que ver muchos, pero lo desconocido inquieta, desasosiega, se mete dentro de ti y no te deja dormir. Por eso todos se decantaron por la explicación menos inquietante: que era un chiflado imprevisible, pero en el fondo inofensivo -siempre catalogamos a las personas, puede que inconscientemente, en función de su potencial peligrosidad; es después cuando vienen otras consideraciones-.
Así que aquel sábado en que la cuadrilla de McLuhan entró en la cantina con socarronería y desprecio fatuo intuí el previsible desenlace. Lo sorprendente es que no sucediera como yo lo vaticiné. Lo realmente pasmoso es que ocurriera lo que ocurrió, contradiciendo mi experiencia, mi naturaleza, mi voluntad y, si nos ponemos, hasta mi dignidad, porque en el preciso momento en que McLuhan, tras haber recibido una invectiva de Monkey como una puñalada en respuesta a un sarcasmo muy salido de tono de aquel acerca de los rasgos simiescos de éste, o algo así, ya no recuerdo bien, y McLuhan llevara su mano derecha como un rayo a su revólver luciendo un rapidez de reflejos que le habían dado fama en todo Missouri, dispuesto a perforarle el pecho a Monkey, yo actué. Quiero decir que hice algo por alguien, tomé partido, decidí, tal vez por primera vez en toda mi vida. Saqué con parsimonia mi revólver, tranquilo por el hecho de que mi astronómica velocidad de héroe superrápido convertía los movimientos de los demás en tomas a cámara lenta de una película, apunté con frialdad y disparé.
Y Ya nunca más Monkey fue objeto de burla alguna. Yo en cambio..., pero eso es otra historia.
Comentarios
Un abrazo y un placer leerte
Un abrazo.