Como disponía de dinero suficiente (el inspector Legrá, bendito sea, no pudo negarse a compartir conmigo una ínfima parte de los fondos reservados -reservados para estas ocasiones, precisamente-) decidí viajar en taxi desde el aeropuerto de Miami hasta Boca Ratón, aunque el monto de la carrera no iba a ser ninguna broma. Siempre me ha gustado desplazarme en taxi, no acierto a saber por qué, quizá por el esmerado desorden con que los restos de bocatas, colillas mal apagadas, hormigas y algún escupitajo decoran su interior; tal vez por el inefable aroma que impregna hasta la ropa interior y que tarda varias coladas en esfumarse por completo; o puede que por los amenos soliloquios de los taxistas, que jamás dejan de obsequiarme con todo tipo de información sin duda de gran interés y utilidad si pusiera algún interés en escucharlos.
Me quedé sopa, así que no sabría decir cuánto tardamos en llegar a Boca Ratón, pero por el importe de la carrera diría que dimos varias vueltas por los Cayos antes de enfilar nuestro destino. También en norteamérica la picaresca cunde en el gremio del taxi. Sabía por el inspector Legrá (¡qué sería de este relato sin ese santo varón!) que el domicilio de Madison MacCoy durante los últimos años estaba situado en Glades Road, 138. Llegamos a media tarde, los pálidos rayos del sol tiñendo de naranjas y fuegos las nubes en el horizonte y caldeando la atmósfera a unos veinte grados centígrados. Agradable para los sentidos, vivificante y aun bucólico si me olvidaba de las construcciones que sembraban por doquier el panorama.
Me acerqué a una casa de dos plantas con la fachada de madera pintada en crema donde un porche de dudosa factura se adosaba al frontispicio. Un jardín minúsculo era ocupado por un cortacésped y la caseta de un perro, que de existir estaría sin duda condenado a no salir nunca de ella porque en el jardín no había espacio libre. Llamé al timbre y, tras unos minutos de nerviosa espera, me abrió una mujer de rasgos asiáticos que aparentaba unos veintitantos.
Como no podía decirle toda la verdad, decidí mentir del todo porque hacerlo a medias me habían enseñado que era peor, tanto en lo moral como en lo religioso. Así que contesté a sus preguntas suspicaces con mi desfachatez natural. Pues -mire usted, joven- yo era un pariente español de la señorita MacCoy, a la que había visto en una visita reciente que ella había tenido a bien hacerme y quería devolvérsela, que los españoles somos muy bien nacidos. Sí, era consciente de que no había avisado pero es que me gustaban las sorpresas. No, no pensaba quedarme a dormir en la casa y menos en el dormitorio de la señorita MacCoy. No, tampoco en el de la señorita asiática que aún no había tenido tiempo de darme noticia de su nombre. No, sólo quería mantener una charla familiar con la señorita MacCoy. Y que ya estaba bien de tanta pregunta policiaca, cojones, y a ver cómo podía localizar a Madison de una puñetera vez para hablar con ella sin la presencia de aquella inquisidora, joder ya, con la china de los huevos.
El ataque de ira surtió efecto. Una voz femenina llegó desde el piso de arriba indicando a la cancerbera que me dejase pasar. Es Madison, dijo la china con voz derrotada y encogiéndose de hombros. Entré al living al tiempo que por la escalera bajaba una mujer hermosa de ondulada cabellera rojiza con una sonrisa perfecta en su rostro ovalado de actriz de series románticas o de puta de lujo. Una mujer que me estrechó la mano y que dijo llamarse Madison MacCoy. Una mujer a la que yo no había visto en mi vida y que no se parecía en nada a la Madison que me visitó en el manicomio, aunque estaba por lo menos tan buena como la otra.
En el cielo de los locos San Pedro lleva tacones de aguja y liguero, y todos nuestros sueños prohibidos en vida están permitidos en el más allá. En el infierno de los locos el diablo lleva la túnica de San Pedro y reza plegarias cada tres horas. En la vida de los locos ¿por qué rayos Madison MacCoy no iba a poder poseer dos cuerpos de infarto para según que ocasiones?
No, no colaba. Loco sí, tonto ni un pelo. Alguien se estaba riendo de mí. Qué gracia.
Jodidos bromistas.
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