La gente suele ser bastante previsible, excepto quizás algunos locos -entre los que me gusta creer que me encuentro: nada me aterra más que la rutina-; por ese motivo quienes dedican tiempo y constancia a estudiar el comportamiento de las personas, sea por vocación científica -Desmond Morris- o por malsana curiosidad -un servidor- pronto aprenden a prever cómo se desenvolverá alguien ante una situación específica que desencadene determinados estímulos en esa persona. De esa manera, apelando a los conocimientos que había ido acumulando tras años de observaciones y fisgoneos, pude disponer ante los oídos de mi antiguo compañero de universidad y entonces jefe de un departamento del ministerio del Interior, el inspector Legrá, todo un aparato de mentiras lo suficientemente enredado y a la vez tan claro y legal en apariencia que conseguí, como ya tenía previsto por anticipado, un pasaporte que me permitiría viajar a Florida. (Legrá no hizo preguntas, bendito sea, pero en su mirada furibunda aún veía yo rescoldos de aquel antiguo fuego que le incendiaba cada vez que mi presencia le recordaba el affaire que un día aciago tuve con la puta de su santa. A cambio de mi silencio, que le garantizaba la ausencia de su nombre asociado a la temida palabra 'cornudo', me hacía, de tanto en tanto, algún que otro favor, así que pueden ustedes sustituir el argumento nuclear de mi anterior digresión sobre la previsibilidad de la naturaleza humana basada en la perseverancia en la observación por otra que se sustente en el miedo al ridículo.)
Durante el vuelo traté de poner orden en mis pensamientos, en la medida en que nos es posible a los locos establecer una ordenación mental, que de ser completa y verdadera nos revertiría -Dios no lo permita- a la condición de cuerdos. Si no me equivocaba ni olvidaba dato alguno tenía hasta ese momento las siguientes piezas de un puzzle muy incompleto: a) Un interno nuevo, alias El Cornucopia, cuyas intenciones criminales sobre mi persona no dejaban lugar a dudas; b) una detective asesinada, Madison MacCoy, que sin embargo al parecer vivía y que me había visitado en el manicomio con el fin de prevenirme sobre el peligro que corría mi persona; c) Mi hermano gemelo Maximilian, cuyo nombre aparecía en el expediente del Cornucopia que guardaba su abogado y cuyo papel en aquella historia era una incógnita para mi, una incógnita y un peligro aún más grave que el del Cornucopia, habida cuenta de los antecedentes de Mad Max en términos de comportamiento con la sociedad en general y conmigo en particular.
Como por algún lado había que comenzar -porque si no me movía era hombre muerto- había decido hacerlo con una visita a la supuesta Madison MacCoy, para verificar entre otras cosas que se trataba realmente de ella y no de una impostora contratada por el supuesto cerebro de toda aquella trama, porque la vida descarriada que había escogido para mí el puñetero destino me había enseñado, entre otras muchas cosas de poco provecho excepto para quien se mueve en las cloacas de la sociedad, que toda trama tiene necesariamente un cerebro, al contrario de lo que ocurre con algunas empresas y con todos los partidos políticos.
Una voz nasal y entrecortada anunciando el inminente aterrizaje me sacó de mis pensamientos y también de mi sueño, ya que tanto pensar me había dejado exhausto y me había quedado frito como un calamar.
Un cielo azul iluminaba el interior del avión a través de las diminutas ventanillas. Un niño no paraba de llorar. Oscuros augurios acongojaban mi alma. El avión aterrizó de mala manera y a los berridos del niño se sumaron los del resto de los pasajeros. Cuando por fin salió de la pista, ya equilibrado y rodando con segura parsimonia, un tufillo a mierda inundó su interior.
Jodidos pilotos.
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