Entiendo bien a los suicidas. El mundo se queda pequeño para ellos y saltan. Yo he tenido esa sensación una o dos veces, sólo que no sabía hacia dónde saltar, ni desde dónde, por eso desistí, pero sigo albergando el alma de un suicida en mi interior. El día que cobre sentido el 'para qué' sabré encontrar el cómo, el cuándo y el dónde. En el fondo todo se reduce a una ecuación aritmética cuyo enunciado la policía, a fuerza de intentar resolver la solución, conoce muy bien. Pero como no tengo amigos policías no puedo obtener respuestas que den sentido al 'para qué. Hay, hubo, miembros de mi propia familia que encontraron ese sentido y espero que también respuestas; porque tengo la íntima sensación de que al final todo es cuestión de respuestas. Pero quién necesita respuestas cuando ni siquiera son posibles las preguntas. En mi último viaje, un guía local egipcio me preguntó mientras tomábamos un té qué era para mí lo más importante en la vida. Me pareció tan fuera de lugar la pregunta que contesté con el corazón: el amor. Él asintió con una sonrisa de íntima satisfacción, como dando por sentado que aquella era la única respuesta posible, la verdadera. Aquel hombre tenía respuestas y preguntas adecuadas a su medida del mundo. Yo no, pero entiendo que haya quien en ellas sustente el sentido de sus vidas. Esas personas nunca saltarán, para ellos la vida, lo que pueden esperar de la vida, lo tienen al alcance de la mano. Es simple, basta con hacerse las preguntas adecuadas, no muy complejas, para sentirse reconfortado en este mundo complejo que sin embargo puede ser sencillo y manejable. Al azar que lo zurzan. A los contratiempos que les vayan dando. Yo soy yo y manejo mis circunstancias a cara de perro. El resto es anecdótico. Y no se salta del mundo por un pormenor, ¿verdad?
La conocí en mis sueños. Apareció de repente. Era rubia, delgada y vestía una túnica azul cielo. Su risa repentina expulsó del sueño a los fantasmas habituales y me devolvió de golpe la alegría de soñar. Con voz coralina me contó un largo cuento que yo supe interpretar como la historia de su vida en un mundo vago e indeterminado. Sabía narrar con la destreza de los rapsodas y usaba un lenguaje poético que le debía sin duda a los trovadores. Todo en ella era magnético, sus ojos de profunda serenidad, su rostro de piel arrebolada, sus manos que dibujaban divertidas piruetas en el aire para ilustrar los párrafos menos asequibles de su discurso, los pétalos carmesí de sus labios jugosos. Cuando desperté me sentí desamparado y solo, más solo de lo que jamás había estado, empapado de una soledad que me calaba hasta los huesos. No me levanté y pasé el día entero en la cama deseando con desesperación que llegase de nuevo el sueño, y con el sueño ella. Soy propenso al insomnio, sobre todo cua...
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