Sé que divago en mis simplezas, pero aún así me parece escandaloso el miedo que las grandes potencias muestran hacia Gadafi. Que no es porque el hombre se comporte como cualquier dictador en sus cabales haría, sino porque es como si la situación de conflicto en el país del 'que reconcilió el islam con el comunismo' -ahí es nada- pillara a esas supernaciones en ropa interior y con el paso cambiado. Gadafi tiene la virtud de ser previsible, otra cosa es que los responsables de asuntos internacionales no hayan querido prestar la debida atención a su previsibilidad, o que habiéndolo hecho, sus superiores -siempre políticos con horizontes cortoplacistas- hayan considerado exagerados los informes de esas personas. Esto se da muy a menudo, a pesar de que el menosprecio de la potencialidad del enemigo haya sido la principal causa de ruina política de los gobiernos en la historia. Gadafi es un dictador psicópata al que se le ha permitido desplegar su paranoia porque los jugosos beneficios de su único recurso nacional, el petróleo, los recogían quienes ahora claman por su cabeza. La política internacional es un juego de intereses que difícilmente encuentra justificación tras el tamiz del tiempo historiográfico. Un dirigente estadounidense dijo una vez : “La mejor política es la honestidad... pero hay otras políticas”. El cinismo en la cumbre de la sociedad, gobernándola pérfidamente, no puede ser la vía de crecimiento humano, individual y grupal, al que toda sociedad tiene derecho. Dejense ya los estadounidenses y sus acólitos de retóricas demagógicas y pasen a la acción. O que se callen de una puta vez y dejen al mundo supurar pus por sus heridas.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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