Siempre que visito Barcelona aprovecho para recorrer sus bien surtidas librerías, donde se reconcilian como en ningún otro sitio la buena literatura con la literatura de moda, incluso cuando coinciden, o sobre todo entonces. En una de esas librerías recurrí a una dependienta con pinta de muy leída, diferente a los jóvenes empollones que hoy se contratan más por la extensión de sus conocimientos literarios que por su capacidad de juicios valorativos. A esa dependienta de pelo blanco y corto y clara pinta de intelectual -si es que los intelectuales tienen o han tenido alguna vez pinta de serlo- le pregunté por un libro que dudaba si comprar. Se titulaba 'El hijo del hijo pródigo', y de su autor, Soma Morgenstern, nunca había oído hablar. La señora me contestó que su lectura era inprescindible para la cabal comprensión de la literatura centroeuropea de la primera mitad del siglo XX. Nada más oírlo, tuve que resistir el impulso de replicar que, para mí, la comprensión de la literatura centroeuropea de esa época, como la de cualquier literatura de cualquier época, era muy prescindible, incluso aconsejable debido a mi natural tendencia a tergiversarlo todo y, por supuesto, a mi escasa memoria, incapaz de ubicar correctamente todo lo que leo en su contexto histórico-político-existencial, y que de hacerlo no me sería de mayor utilidad que saber que el sol se pone por poniente. Así que prefería no entender correctamente esa literatura y disfrutar, eso sí, de las lecturas de esa corriente que en mi opinión mereciesen la pena.
El adjetivo 'imprescindible' aplicado a textos literarios es por lo pronto discutible, pero en mi experiencia es además innecesario e incluso contraproducente. Veamos, es discutible porque toda obra artesanal o de arte está sujeta al gusto del consumidor, que siempre puede considerar, a despecho del criterio oficial vigente, que esa obra no merece la pena, o no tanto como se dice, ¿y quién puede, de manera incontestable, censurárselo? Además es innecesario por lo mismo, ya dijo Chejov que las obras de arte se dividían, a su entender, en dos grandes grupos: las que le gustaban y las que no, y no conocía otro criterio; así que cada cual se forje su propia opinión. Pero es que también puede resultar contraproducente aconsejar (o, peor, obligar, en el caso de los jóvenes) la lectura de cierto texto por ser 'imprescindible', ya que si el lector, sobre todo si es joven, no se encandila con el texto (y mal lo hará si la lectura es impuesta), lo odiará a muerte toda su vida y quedará virtualmente excluida la posibilidad de una lectura posterior mucho más satisfactoria.
La lectura, ante todo, debe ser un acontecimiento lúdico que nos haga pasar un buen rato, exactamente igual que un concierto o un partido de fútbol, pero nunca una obligación, porque cuando se obliga a la gente a que haga algo puede que lo haga, pero siempre a regañadientes y,por supuesto, sin obtener satisfacción alguna. Y entonces se ha desvirtuado la naturaleza del libro, que es agradar, invitar a la reflexión, incluso darnos alas literarias y volar con Peter Pan a su reino aquí imposible; pero, desde luego, nunca jamás aburrir.
Comentarios
No siempre es fácil tener claro el porqué de lo que hacemos. El disfrute por el disfrute me parece el mejor de los fines, aunque a veces nos enredamos y nos vamos desviando del objetivo. Pero, que cojones, es que cuando uno desliza determinado nombre, título, cita o dato en una conversación, parece que se elevara un palmo sobre el suelo, y eso mola...