Hace poco se llevó a cabo un
experimento carísimo cuyos resultados desbarataban al parecer un
postulado esencial de la teoría de Albert Einstein y, por
consiguiente, la teoría en sí. Ahora resulta que pudo ser un fraude
y el físico responsable del experimento ha dimitido. Una dimisión
justificada más por la impertinente osadía de poner en tela de
juicio la sabiduría de un sabio que hechizó o supo hechizar a sus
contemporáneos con independencia de que estos tuvieran o no alguna
noción de física que por los pormenores del experimento. Lo que de
verdad entusiasmaba a la gente de Albert Einstein era la excelsa
condición de genio que le atribuyeron a partir de su huída a
Estados Unidos. Un genio, para los estadounidenses, comparable a
Edison, lo que ya era comparar. Esa condición de superhombre tan
alabada por todos se buscó en su momento en otros mortales que, a
diferencia de Edison y Einstein, acabaron decepcionando por dejar un
legado intelectual y no pragmático y utilitario. A ver, no quiero
confundir: Edison legó al mundo multitud de cachivaches que
facilitaban la vida, en cambio Einstein dejó una teoría física que
solo unos pocos entendían y entienden, pero que su intuitivo dominio
de las relaciones públicas y la mercadotecnia aplicadas a su persona
supieron promocionar a unos niveles solo comparables a la inopinada
irrupción arrasadora en los mercados del ipad de Steve Jobs. Quiero
decir que aunque la aportación de Einstein a la humanidad fuese de
índole intelectual, el márketing, un invento que solo en el siglo
veinte adquirió auténtica entidad, supo dar una impronta práctica
y hasta rentable a un conjunto de ecuaciones inasequibles para legos.
A tal punto llegó la admiración y veneración por el intelecto de
Einstein que, en un intento por descifrar su genialidad, su cerebro
fue analizado en un laboratorio de Wichita, Kansas (después de su
muerte, se entiende) y aún estamos esperando con fervor el dictamen
del patólogo jefe del estudio, el doctor Thomas Harvey, de la
universidad de Princeton.
Hay ocasiones en las que uno no sabe sobre lo que escribir, aunque escribir sea un medicamento prescrito por el instinto de supervivencia. Son los ‘días marrones’ de los que se lamentaba Audrey Hepburn en una inolvidalble escena en la escalera exterior de su apartamento ante George Peppard, en ‘Desayuno con diamantes’ (gracias por todo Billy Wilder). Yo llevo semanas padeciendo esos días, o tal vez un interminable día que dura semanas. Adoro a Ray Bradbury, pertenece a una raza de escritores que no precisan lápiz ni papel: sus creaciones son trucos de magia y nunca se le ve nada en las manos, crea a la manera de los dioses, sin que los humanos alcancemos a conocer los ingredientes ni la manera de cocinarlos. Dice Bradbury que para escribir hay que vomitar por la mañana y limpiar por la tarde. Su curiosa metáfora lo dice todo, no hay límites para la creación, sólo acertados recortes y aditivos para mejorar el producto, o al menos ponerlo bonito. Y eso es todo. Tan fácil y tan compli
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