En París hace un frío
que te cagas. El cielo el macizo y gris y no da cuartel, no invita a
salir. Esta mañana le he echado huevos y he salido a pasear. A la
media hora tuve que refugiarme en un pequeño local donde servían
comidas y vinos. Pedí un tinto para entrar en calor y algo no muy
abundante de comida, así se lo especifiqué a la chica de la barra.
Me señaló unos salchichones colgados como propuesta. Dije: “Hombre,
salchichones”. Ella repitió: “sarsisones”. Sí algo así, son
típicos de mi tierra, dije. Ponme una tapita, por favor. Al rato me
plantó en la barra una fuente de rodajas de salchichón. Me la comí
enterita porque estaban buenísimas. La chica me invitó después aun
fromage de goat, que era queso de cabra. Estaba para chuparse los
dedos. Pedí más queso y el nombre del mismo. Me lo apuntó en un
papel. Es un Dominique Latroix, rue Lille 23, 3º-A. A lo mejor
mañana voy a probarlo de nuevo. A mí es que todo lo que huele a
añejo me tira.
La conocí en mis sueños. Apareció de repente. Era rubia, delgada y vestía una túnica azul cielo. Su risa repentina expulsó del sueño a los fantasmas habituales y me devolvió de golpe la alegría de soñar. Con voz coralina me contó un largo cuento que yo supe interpretar como la historia de su vida en un mundo vago e indeterminado. Sabía narrar con la destreza de los rapsodas y usaba un lenguaje poético que le debía sin duda a los trovadores. Todo en ella era magnético, sus ojos de profunda serenidad, su rostro de piel arrebolada, sus manos que dibujaban divertidas piruetas en el aire para ilustrar los párrafos menos asequibles de su discurso, los pétalos carmesí de sus labios jugosos. Cuando desperté me sentí desamparado y solo, más solo de lo que jamás había estado, empapado de una soledad que me calaba hasta los huesos. No me levanté y pasé el día entero en la cama deseando con desesperación que llegase de nuevo el sueño, y con el sueño ella. Soy propenso al insomnio, sobre todo cua...
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