Luisa y yo llegamos a un acuerdo. Sobra
decir que el amor que sentíamos el uno por el otro era tan intenso y
físico como romántico y etéreo. Un amor perfecto, duradero,
apasionado -excesivo, vamos-, de esos amores por los que matas o por
los que mueres, pero que en definitiva te abocan a una inexorable
contienda de la que no está exenta la violencia, verbal y contenida
al principio, pero necesariamente física después, de consecuencias
previsiblemente nefastas. Por eso Luisa y yo acordamos que si llegaba
la etapa de violencia física a nuestra relación, la fase de los
golpes y de la sangre, nos suicidaríamos. Pero no conseguíamos
ponernos de acuerdo en quién lo haría primero. Nos reprochamos
mutuamente que dudar de que el segundo incumpliría lo acordado no
suicidándose era una horrible falta de confianza del uno en el otro.
Y ambos teníamos razón. Una vez muerto el primero -por mano propia-
qué impedía al que sobreviviese cambiar de opinión y seguir vivito
y coleando. Lo echamos a suerte y me tocó a mí irme antes -llegado
el caso- y confiar en la palabra de Luisa de seguirme al reino de la
muerte. A regañadientes acepté y el acuerdo fue alcanzado. A partir
de ese día y por puro instinto de supervivencia me esforcé en
suavizar nuestra manera de dialogar, de disentir, de convivir. Pulía
las frases, exageraba los ademanes atentos, incluso me adelantaba a
sus pensamientos y deseos y facilitaba su realización. Me convertí
en el amante perfecto. Hasta que un día sorprendí en su mirada un
destello de rencor cuando vio que el chocolate líquido que usé para
adornar su postre preferido no trazaba un dibujo simétrico sobre el
plato. Y supe con seguridad que hiciese lo que hiciese era cuestión
de tiempo que comenzase la violencia. Por eso le sujeté su cabeza
por detrás y deslicé con firmeza el cuchillo de la carne sobre su
garganta, de oreja a oreja. Cayó inerte a mis pies. ¿Y qué creen
que he hecho? ¿Suicidarme? Claro que no, ¿acaso ella se había
suicidado? Nadie puede reprocharme nada, me siento limpio de alma,
libre de culpa, así que no saquen conclusiones precipitadas sobre la
silla en la que estoy subido ni sobre la cuerda que me rodea el
cuello. Digamos que solo soy un sentimental. Estoy seguro de que
Luisa habría hecho lo mismo ¿no creen ustedes?
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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