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Amor asesino III


Luisa y yo llegamos a un acuerdo. Sobra decir que el amor que sentíamos el uno por el otro era tan intenso y físico como romántico y etéreo. Un amor perfecto, duradero, apasionado -excesivo, vamos-, de esos amores por los que matas o por los que mueres, pero que en definitiva te abocan a una inexorable contienda de la que no está exenta la violencia, verbal y contenida al principio, pero necesariamente física después, de consecuencias previsiblemente nefastas. Por eso Luisa y yo acordamos que si llegaba la etapa de violencia física a nuestra relación, la fase de los golpes y de la sangre, nos suicidaríamos. Pero no conseguíamos ponernos de acuerdo en quién lo haría primero. Nos reprochamos mutuamente que dudar de que el segundo incumpliría lo acordado no suicidándose era una horrible falta de confianza del uno en el otro. Y ambos teníamos razón. Una vez muerto el primero -por mano propia- qué impedía al que sobreviviese cambiar de opinión y seguir vivito y coleando. Lo echamos a suerte y me tocó a mí irme antes -llegado el caso- y confiar en la palabra de Luisa de seguirme al reino de la muerte. A regañadientes acepté y el acuerdo fue alcanzado. A partir de ese día y por puro instinto de supervivencia me esforcé en suavizar nuestra manera de dialogar, de disentir, de convivir. Pulía las frases, exageraba los ademanes atentos, incluso me adelantaba a sus pensamientos y deseos y facilitaba su realización. Me convertí en el amante perfecto. Hasta que un día sorprendí en su mirada un destello de rencor cuando vio que el chocolate líquido que usé para adornar su postre preferido no trazaba un dibujo simétrico sobre el plato. Y supe con seguridad que hiciese lo que hiciese era cuestión de tiempo que comenzase la violencia. Por eso le sujeté su cabeza por detrás y deslicé con firmeza el cuchillo de la carne sobre su garganta, de oreja a oreja. Cayó inerte a mis pies. ¿Y qué creen que he hecho? ¿Suicidarme? Claro que no, ¿acaso ella se había suicidado? Nadie puede reprocharme nada, me siento limpio de alma, libre de culpa, así que no saquen conclusiones precipitadas sobre la silla en la que estoy subido ni sobre la cuerda que me rodea el cuello. Digamos que solo soy un sentimental. Estoy seguro de que Luisa habría hecho lo mismo ¿no creen ustedes?

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