Era difícil avanzar en aquel
territorio donde llovían bombas y proyectiles desde la oscuridad. Él
lo comentaba como un reproche, pero ella sabía lo que estaba
haciendo. Reunidos bajo el esqueleto de hormigón de un edificio
tomaron aliento. Él insistía, pero qué hacemos aquí, hacia dónde
vamos. Ella solo apretaba los labios y seguía los dictados de su
convicción: avanzar y avanzar. Cruzaron la calle con mucho riesgo;
delante, ella, con un bulto de enseres estrechado por sus brazos,
detrás él, mirando alocado hacia todas partes, tratando de adivinar
el origen de una bala mortal para esquivarla a tiempo. Vano intento,
bien lo sabía, pero su amor por ella era tan inmenso como sumiso; y
la seguía en su loca huída. Salvaron la acera en la noche oscura y
se internaron en un edificio medio derruido que alzaba su tétrica
silueta entre los destellos de las armas. No puedes más, mi amor,
dijo él con voz rota, y era verdad: ella no podía más. En un
portal abandonado y ruinoso ella se dejó caer, vencida por el
agotamiento. Él la abrazó, dijo que lo esperara un momento y
recogió a tientas trozos de madera y alguna yesca cercanos para
encender un fuego. Volvió junto a ella, amontonó lo recogido y se
dispuso a prender la madera. Entonces un grito ahogado de ella lo
sobresaltó. Es la hora, decía ella entre resuellos y sofocos, es la
hora; este es el lugar. Él prendió la candela, que lo primero que
iluminó con sus llamas dubitativas fueron sus propias lágrimas.
Se conocieron en la universidad d Tel
Aviv, casi nueve meses antes. Él se enamoró al instante. Era una
mujer atractiva, libre y con convicciones firmes. Lo que siempre
había soñado en una mujer. Supo que se llamaba Miriam y que
estudiaba ciencias políticas. Se convirtió en asiduo de las
fiestas-mítines de Miriam en locales transgresores y alejados donde
ella exponía los principios de sus convicciones políticas. Judíos,
musulmanes y cristianos debían llegar a un acuerdo de mínimos a
partir del cual consensuar una política internacional libre de
violencia y atropellos. Sobre todo los que sufrían los más débiles:
los palestinos como Miriam, cuyo nombre en cristiano era María, para
colmo.
Ni siquiera la influencia de Miriam
logró sacar a Yusuf de sus cavilaciones obsesivas sobre la Torá.
Judío practicante desde muy pequeño -nació en una familia de
ortodoxos hebreos llegados a Sión con las primeras oleadas de
inmigrantes-, jamás dudó que el estado de Israel fue instituido en
tierras palestinas por voluntad divina. De carácter conciliador, su
fundamentalismo religioso quedaba difícilmente reprimido en su mente
de agudo raciocinio y no influía en sus creencias vitalistas acerca
de una ciudadanía pluricultural que enriquecería con sus diferentes
teorías y visiones teológicas el alma de la nación judía, por fin
incorporada a su cuerpo, a su tierra prometida. Pero, en el fondo de
su mente, siempre estaba aquella duda que lo torturaba: ¿tienen
también ellos razón? Sé que son mis iguales, pero a veces, con su
comportamiento... Pero enseguida pensaba en Miriam, y todo su
universo intelectual cambiaba...
Cuando su familia supo que su novia
palestina estaba embarazada se armó un buen cisco. Yusuf estaba
preparado para la discusión culta y creativa desde muy niño, pero
descubrió que aquellos mismos que tanto se preocuparon porque su
alma fuese libre -respetuosa con las leyes de su religión, pero
libre- ahora le reprochaban una traición sin nombre. Sí, Miriam era
una palestina israelí, una palestina que había escogido quedarse en
el nuevo estado hebreo con su identidad musulmana. No había huido,
como tantos otros palestinos, buscando recursos para una reconquista
de la tierra usurpada. Pero todo tenía un límite, una cosa era
tolerar a esos musulmanes pacíficos y otra establecer vínculos
sagrados con ellos, vínculos como el matrimonio. Yusuf se encontraba
en una situación inusual y, por supuesto, desesperada. Tenía que
hacer una elección.
La noticia que recibió Yusuf de su
amigo el doctor Laksan perturbó aún más la situación. Miriam era
estéril. Nunca podría concebir hijo de varón. Yusuf quedó
confuso, Miriam le había comunicado el embarazo, meses atrás, con
una alegría y una ilusión que lo reconciliaron con el papel de
padre. Quería, deseaba ser el padre del hijo de Miriam. Un padre que
enseñaría a su retoño que ser fruto de madre palestina y
musulmana y padre hebreo era una bendición y, quién sabe, acaso el
inicio de un acercamiento político entre etnorreligiones enfrentadas
durante milenios. Enseñaría a su hijo a ser conciliador, como él
lo era, y batallador, como su madre.
A pesar de todo, Yusuf, el profesor
Josephus, como le llamaban sus compañeros de universidad, decidió
confiar en Miriam y en el hijo de ambos. Y la siguió. La siguió a
pesar de tantas dudas. Fue tras ella por donde ella quiso sabiendo
que no podía ser el padre del niño. Que ningún humano podía ser
el padre del niño. Atravesaron campos de combate, pueblos en ruinas,
buscaron sin conseguirlo comida decente...
Hasta que aquella noche, por fin,
Miriam dijo :”Esta es la hora y este es el lugar”.
Josephus no tenía móvil, lo había
perdido en el camino. ¿Cómo avisar a alguien? ¿A quién avisar?
Una perra recién parida y un gato se
arrimaron al calor de las llamas de Josephus. Miriam gritó por
última vez. El siguiente grito, que derivó en llanto mortecino, fue
el de un recién nacido al que se arrimó la perra ofreciéndole sus
ubres. El niño bebió la leche. La madre, desfallecida, pareció
desvanecerse del mundo, cumplida su misión. Un enorme cohete estalló
en el cielo nocturno y su resplandor semejó al de una estrella.
La pequeña ciudad se llamaba Belén.
Comentarios
Te deseo un feliz 2015, amigo mío.
Fuerte abrazo