Estoy en blanco. No sé si me saldrá algo legible así, en frío, con pesadumbre y desgana, que son los peores compañeros para una escritura feliz. Pero siempre que me siento ante el ordenador y me pongo a teclear, al final sale algo, y me sorprende porque minutos antes habría jurado ser incapaz de combinar dos palabras con un mínimo de sentido. Es enigmático y tiene algo de mágico esto de escribir, de verter tu alma en un recipiente –papel, bites, lo que sea- porque aunque al principio te cueste abrirte a la escritura, al cabo de unos momentos ésta acaba tirando de ti, reclamando más y más de tu alma, de tu ser, que es lo que entregas en cada párrafo, aunque no fuese esa tu idea, pero ya estás atrapado: la escritura te requiere y, como al de una de sirena, no puedes no acudir a su canto. Esa es tal vez la prueba más contundente de que tienes algo de madera de escritor, no controlas, te puede el gusanillo, sucumbes y te entregas al siempre dulce y doloroso parto de unas cuantas líneas, de unos pocos párrafos, tal vez un día de cientos de páginas –el Demiurgo me quiera oír-.
En este mundo de majaras en el que hasta los paranoicos son perseguidos de veras hay que andar con mucho ojo para que no te coja el toro de los contratiempos. Donde vivo, sopla desde hace días un vendaval de levante que levanta todo menos el ánimo. A mí me ha impedido levantarme de la cama hasta hoy y aún estoy medio zombi. Menos mal que no vivo de lo que escribo porque iría aviado. Pero al mal tiempo buena cara y a tirar p’alante mientras el cuerpo aguante. Y, bueno, por seguir con la idioteces, mañana será otro día.
“Ni el sol ni la muerte pueden mirarse de hito en hito”. La Rochefoucauld.
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Abrazos