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El tío Bob

Miriam contemplaba el rostro cetrino de su hermano, lo escrutaba en busca de indicios, pero no los encontraba; su hermano estaba locuaz y se manejaba con talante desenfadado y divertido, igual que siempre, desde el primer recuerdo que registraba su memoria, allá en la casa de sus padres veintitantos años atrás: Bob, siempre risueño, gastándole bromas a ella, pero bromas agradables y exentas de malicia que acababan haciéndola reír a ella también aunque quisiese estar enfadada, bromas inocentes que jamás transgredían la ética simple y bonachona de Bob, un inocente bullicioso y, sobre todo, una buena persona, concluía siempre Miriam, aunque con mala suerte en la vida.

-¿Qué es eso, tío Bob?- y señalaba Audrey a un reloj de bolsillo que llevaba Bob en el de su chaleco sujeto con una leontina.

-Un reloj que me regaló un tío mío.

-¿Lo mismo que tú y yo, tío y sobrina?

-Lo mismo, Audrey.

-¿Y lo querías tanto como yo a ti?

-Pues no lo sé, ratoncilla, pero algo parecido.

-Audrey, deja a tío Bob tranquilo, que debe de estar cansado –intervino Miriam-. Por cierto, Bob, ese traje te queda fatal, te aprieta en los hombros y las mangas y las perneras son cortas, ¿seguro que es tuyo y no se lo has quitado a alguno de tus compañeros del centro?

-Por Dios santo, Miriam- dijo Bob teatralmente ofendido, -he estado loco, pero no he sido un ladrón, ¿por quién me tomas?, ¡a tu propio hermano, pardiez! –era un cómico sin cura. Para Miriam, que había padecido lo del intento de asesinato de su mujer y su posterior internamiento en el manicomio –otra vez aquella dichosa palabra- su estado actual era una bendición; por algo los médicos le habían dado el alta provisional aunque con cuidados –los de Miriam- en sus actividades extramuros.

-¿Miriam, qué te parece si este fin de semana lo pasamos en Boca Ratón, con la abuela?– preguntó Bob dirigiendo una mirada traviesa a la pequeña Audrey.

-¡Sí, sí, mamá! Porfa –terminó la súplica con una mirada de cordero degollado a su madre. Esta pensó que puesto a su marido aún le que daba una semana de convención en Richmond no habría inconveniente.

-De acuerdo, pero tenéis que prometerme que os portaréis bien.

-¡Siiii!- gritaron a un tiempo tío y sobrina.

Embarcaron y tomaron asiento en al avión que los llevaría de Boston a Boca Ratón. Audrey insistió en ocupar el asiento contiguo al de su tío. Miriam se sentó dos filas más atrás. Durante el viaje vio cómo las piernecitas de su hija se estiraban y retorcían. No se cansaba de jugar con Bob. Es bueno para los dos, pensó Miriam.

Cuando el avión aterrizó y se detuvo, una mirada extraña de la azafata la alertó. Se dirigió con rapidez hacia la fila que ocupaban su hermano y su hija. Esta parecía estar dormida, pero el chillido de la azafata tras inspeccionar su pulso la alarmó y la predispuso. Su hija estaba muerta en su asiento con unas finas líneas moradas alrededor de su pequeño cuello. Bob tenía aún en  las manos la leontina de su reloj, agarrada por los extremos con una obstinación ajena a este mundo. Sus ojos extraviados encajaban ahora con su traje demasiado ajustado para ser de él y con sus ojos perdidos, anegados en lágrimas que caían sobre su boca crispada y babeante. Miriam, de repente, lo entendió todo. La extroversión inaudita de Bob la había engañado. Su reticencia a enseñarle el parte médico del alta le había extrañado, pero su jovialidad irresistible disipó todas sus dudas.  Demasiado tarde comprendía que en realidad se había fugado del manicomio.

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