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La deuda

Lo vio acercarse por el polvoriento camino y la vida se le derrumbó. Abrió la puerta de la casa y lo invitó a sentarse.

-El plazo ha cumplido. Vengo a por lo que es mío.

-Tenía la esperanza de que tras tanto tiempo la hubieras olvidado.

-Al contrario, no he dejado de pensar en ella un solo día de estos veinte años. Hoy, por fin, la recuperaré.

-¿No podrías dejarlo estar? Te lo pido de corazón. Ella ya no es joven, ninguno lo somos ya. Es tontería cambiar las cosas a estas alturas. Hazme ese favor y pídeme a cambio lo que quieras.

-Ni hablar. Ella me pertenece. Dile que venga.

Un nombre de mujer fue voceado y llegó a cada rincón de la casa triste. Una mujer apareció con una maleta en la estancia donde los dos hombres dialogaban. Estaba, visiblemente, preparada para partir.

El hombre la llamó por su nombre y le dijo que tenían que irse. Ambos salieron y comenzaron a alejarse por el polvoriento camino.

El dueño de la casa quiso un último diálogo.

-¿Sigues jugando a las cartas?

-A veces.

-Aquella vez debiste habértela jugado para toda la vida –dijo señalando a la mujer- y no por veinte años. Así hubieras evitado tres almas rotas. La mía, coja, manca, tuerta, demediada ya para el resto de mis días; la de ella, que no conseguirá no odiarte, por haberla cedido a otro siendo tu mujer y por romperle de nuevo la vida a las puertas de su vejez arrancándola de mi lado, su verdadero marido y su auténtico amor; y la tuya, porque cada noche que te acuestes con ella el demonio de los celos no dejará de preguntarte si no se estremecía más con las caricias de otras manos. Las manos de tu propio hermano.

La pareja se alejó. No hubo réplica. Las lágrimas rodaron por el rostro ajado del hermano y cuñado de aquellas dos figuras que se perdían en el horizonte.

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