Entro en una farmacia y oigo un retazo de conversación que despierta mi interés y azuza mi imaginación. Aventuro que son dos amigas que se acaban de encontrar tras un tiempo; cuarentonas. "Hay pocos y la mitad son gays", dice la que despierta mi curiosidad; es maciza, pechugona, sólida. "Así que leo, voy al gimnasio, paseo, en fin, ya sabes". La otra asiente, sabe, o imagina que sabe. La del lamento sereno tiene la mirada hambrienta, ojos suaves de gacela en celo que imagino transformados en sus momentos amargos de soledad impuesta en ojos huraños de perro resabiado, en ojos iracundos de pantera despreciada, en ojos húmedos de cenicienta en eterna espera del portador de su zapato de cristal. Hay pocos y la mitad son gays. ¿Y qué pasa con la otra mitad? ¿Son demasiado exigentes? ¿No les bastan tus curvas algo excesivas pero aún firmes, tu rostro moreno de mejillas arreboladas? ¿Se asustan quizá de tu mirada ansiosa, evidente, sin misterio? Se pierde la habilidad de seducir sólo cuando empiezas a compadecerte, a dejar de quererte; pierdes entonces la chispa de tu mirada, tus pupilas se apagan, te vuelves transparente. Tal vez por eso la mitad posible no se fija en ti: no te puede ver. Deja de dar paseos a ninguna parte, dulce desconocida, viste tus pieles de guerrera, recupera ante el espejo la decisión en tu mirada, y sal a saciar tu hambre de hombre, sal de caza y no vuelvas sin una pieza entre los dientes, devora a la vida antes de que la vida te devore a ti: es la guerra, amiga mía, y hay que aprender a sobrevivir, matando si es preciso. Después de la batalla, si te quedan fuerzas, puedes si quieres ir al gimnasio. Y sobre todo no dejes nunca de leer.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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