Hay ocasiones en las que uno no sabe sobre lo que escribir, aunque escribir sea un medicamento prescrito por el instinto de supervivencia. Son los ‘días marrones’ de los que se lamentaba Audrey Hepburn en una inolvidalble escena en la escalera exterior de su apartamento ante George Peppard, en ‘Desayuno con diamantes’ (gracias por todo Billy Wilder). Yo llevo semanas padeciendo esos días, o tal vez un interminable día que dura semanas.
Adoro a Ray Bradbury, pertenece a una raza de escritores que no precisan lápiz ni papel: sus creaciones son trucos de magia y nunca se le ve nada en las manos, crea a la manera de los dioses, sin que los humanos alcancemos a conocer los ingredientes ni la manera de cocinarlos. Dice Bradbury que para escribir hay que vomitar por la mañana y limpiar por la tarde. Su curiosa metáfora lo dice todo, no hay límites para la creación, sólo acertados recortes y aditivos para mejorar el producto, o al menos ponerlo bonito. Y eso es todo. Tan fácil y tan complicado.
Sé que el día menos pensado recordaré cómo pensar de nuevo. Mientras tanto, sólo me salen odiosos sonetos por los que deberían ejecutarme, o al menos recluirme.
Comentarios
Ánimo.
Un saludo.
Será la luna.
Saludos.
Antídoto, no descarto tu hipótesis.
Arcángel, el Demiurgo te oiga y esto sólo sea un enojoso y pasajero atasco en un cenagal.
Gracias a todos por vuestro ánimo.