(Para Francisco Machuca, amigo y escritor excelente) El zombi no es, como dicta la sabiduría popular -que en latín mal traducido vendría a ser “el pueblo sabio”-, un muerto en vida, sino un vivo muerto. Y aquí aparece el lío, porque desde lo más remoto del tiempo se ha creído, se ha querido creer en la resurrección, en la vuelta a la vida, sea la misma o distinta, sea como humano o como trilobite. La necesidad, la urgencia de eternidad siempre ha estado en la base de las religiones, tal vez por eso el fanatismo que toda religión, tarde o temprano, acaba por desatar. Vivir para siempre, sin considerar lo desmesurado de una vida eterna -porque la eternidad, así en abstracto y a bote pronto, puede parecer un don divino, pero sopesando sus efectos colaterales uno no puede sino sentir vértigo ante una inevitabilidad que acabaría por convertirse en condena, quizá en la peor de las condenas- es eternizar en vida lo concebido par tener un fin. Porque una vida sin final terminaría