Miriam contemplaba el rostro cetrino de su hermano, lo escrutaba en busca de indicios, pero no los encontraba; su hermano estaba locuaz y se manejaba con talante desenfadado y divertido, igual que siempre, desde el primer recuerdo que registraba su memoria, allá en la casa de sus padres veintitantos años atrás: Bob, siempre risueño, gastándole bromas a ella, pero bromas agradables y exentas de malicia que acababan haciéndola reír a ella también aunque quisiese estar enfadada, bromas inocentes que jamás transgredían la ética simple y bonachona de Bob, un inocente bullicioso y, sobre todo, una buena persona, concluía siempre Miriam, aunque con mala suerte en la vida. -¿Qué es eso, tío Bob?- y señalaba Audrey a un reloj de bolsillo que llevaba Bob en el de su chaleco sujeto con una leontina. -Un reloj que me regaló un tío mío. -¿Lo mismo que tú y yo, tío y sobrina? -Lo mismo, Audrey. -¿Y lo querías tanto como yo a ti? -Pues no lo sé, ratoncilla, pero algo parecido. -Audrey...
Un alienígena alucinado.