Aunque llevo muchos años en este planeta, no deja de sorprenderme la frívola tenacidad con que los humanos se esmeran en intentar cargárselo. Parece como si tuviesen la certidumbre de que es indestructible y eterno, cuando en realidad es frágil como una hoja seca de acacia en otoño y tiene fecha de caducidad, por muy lejana que pudiera parecer si tomamos como referencia la vida media de un ser humano.
La explosión demográfica de los dos últimos siglos sumada a la más que previsible que aún nos aguarda mermarán los recursos por habitante de tal modo que las zonas más pobres –que constituyen la mayoría del planeta- serán caldo de cultivo para las pandemias y las hambrunas, que acabarán con millones de vidas. Las zonas ricas se verán amenazadas por el éxodo de millones de personas que huirán de la miseria, y sus mandatarios no sabrán cómo manejar semejante hecatombe. El agua será cada vez más escasa y la desertización progresiva de zonas aún hoy fértiles provocará una disminución en la producción de alimentos básicos que no podrá ser compensada, como algunos optimistas auguran, con un incremento de la misma basado en avances tecnológicos.
El panorama no es atractivo ni siquiera a corto plazo, así que no comprendo la frivolidad con que los que tienen la sartén por el mango encaran el asunto.
En fin, allá ellos. Yo, desde mi condición de testigo neutro y atento vigía sólo puedo advertir de los peligros que se avecinan y confiar en que la cualidad moral de la sensatez arraigue un poco en el alma veleidosa de esta especie con la que el destino me ha condenado a convivir.
Hace frío en el invierno de Londres, pero allí iré dentro de unas semanas, a pesar de ese frío, de la bruma húmeda y espesa, y de la puñetera manía que tienen los ingleses de conducir por el carril equivocado. Pero esas estrechas y mágicas calles del centro londinense llenas de encantadoras tiendas donde se pueden adquirir artículos que no tienen otra utilidad que la de recordarte años después, cuando los contemples en la repisa del salón de casa enmohecer y ajarse como tú mismo, que un día fuiste feliz comprándolos en una encantadora tienda donde se adquirían artículos que no tenían otra utilidad que la de recordarte que la vida es una sucesión de momentos que se repiten y se plagian a sí mismos; pues esas calles, digo, junto a los museos más fastuosos del mundo, los teatros, las riberas del Támesis y los abigarrados mercadillos compensan de sobra los inconvenientes enumerados al principio de éste párrafo.
He visto la película E.T. y me ha cabreado que un alienígena enano con cara de tortuga consiguiera, con sólo señalar al cielo con el índice iluminado y repetir con voz de borrego “mi caaasaaa, teléééfonooo, seeed bueeenos” y otras chorradas, que una nave espacial procedente de su planeta acudiera a llevárselo cagando leches. Eso, de existir un código jurídico intergaláctico, sería considerado al menos un delito menor, tal vez tipificado con el epígrafe aliterativo “agravio alienante de alienígena”. Pero ya ves tú, eso es lo que hay; mientras, yo sigo aquí, jodido, y lo que me queda.
“Ha escrito ocho libros. Hubiera hecho mejor en plantar ocho árboles o en engendrar ocho niños”. Lichtenberg
Comentarios
Confórmate con ir a Londres… en avión y previo pago, porque a tu planeta, sea cual sea, lo tienes jodido. Y disfruta de la eternidad, eso sí, a corto plazo.
Felicidades y gracias, pervertida XX.