
El guerrero samurai se presentó, como cada noche, en la explanada que había delante de la mansión e hizo frente con su katana a siete nuevos adversarios, previamente retados y emplazados en aquél sitio y aquella hora para darles la oportunidad de lavar las afrentas que él mismo les había causado por la mañana sin otro motivo que el de poder retarles y luchar frente a aquella casa. Como cada noche, el guerrero samurai los decapitó tras una breve lucha en la que impuso su destreza de luchador infatigable, vencedor en mil batallas. Su mirada refulgió a través de los agujeros de su kabuto y se dirigió impasible hacia la ventana de la casa en la que se dibujaba a contraluz la figura esbelta de la geisha. Al advertirlo, la geisha bajó la vista, corrió la cortina y apagó la luz. El guerrero montó en su caballo y, como cada noche, desapareció en la oscuridad con el corazón traspasado por una lanza de desesperación. Intocable para cualquier enemigo, era víctima del desaire continuado de aquella mujer inabordable.
A la mañana siguiente, en vez de buscar más enemigos a los que retar, fue hasta el río y enterró su katana en la orilla. Volvió a su casa, cambió su armadura por ropa corriente, tomó el recado de escribir y se sentó a dar vida al haiku más hermoso que jamás se hubiera escrito. Esa noche fue andando hasta la mansión decido a rendir con la poesía aquel frío corazón tan insensible a sus proezas con la espada. Al llegar, comprobó consternado que siete adversarios le estaban esperando dispuestos para la lucha. Aquel contratiempo, que violaba el orden natural de las cosas y escapa a toda lógica guerrera, le hizo sentir miedo por primera vez en su vida. Corrió hasta el río para recuperar su katana pero la oscuridad le confundió y no supo ubicar el sitio donde la había enterrado. Desesperado, volvió, perseguido por sus enemigos, hasta la explanada frente a la mansión, donde la figura de la geisha se dibujaba sobre la cortina a la luz de las velas. Rogó a sus antepasados que le fuese concedido tiempo para que ella alcanzara a oir el haiku que él le había escrito, mientras sus enemigos se aproximaban blandiendo sus espadas.
Al comenzar el guerrero a recitar el poema, sus adversarios se detuvieron de golpe y, según daba él vida a los versos lanzándolos al aire con su voz enamorada, ellos fueron cayendo sin vida, como atravesados por un rayo.
La geisha entonces bajó y, mientras tomaba la mano del guerrero poeta y tiraba de él, le rogó que recuperase la armadura y la espada, y que, en adelante, mientras ella estuviera presente, se abstuviera de recitar haikus porque los demás guerreros podían tomarle por un blando, o algo peor, y que entonces ella se moriría de vergüenza, porque ella sólo andaba con hombres muy hombres y no con cantamañanas con pluma y tinta china. Y que subiera, que por unos pocos yenes le haría olvidar el miedo. Y que qué quería, que toda una vida dedicada a mercadear con el amor no se olvida así como así, sólo porque un samurai cabezota se hubiera encaprichado de ella. Y que...
"El arma más poderosa conocida es la felicidad". Lao-Tsé
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