
El otro día tuve un extraño sueño. Soñé que iba en coche por una revirada carretera de montaña en medio de una bruma que dificultaba la visión. Suaves copos de nieve caían sobre el parabrisas. El coche lo conducía mi amiga, digamos Gema, el nombre no importa. De repente, una curva mal calculada hizo patinar al vehículo, que derrapó y chocó contra el guardabarreras, rompiéndolo y precipitándonos por una pendiente hasta el fondo de un barranco. No sé cuántas vueltas dimos, pero, tras un breve período de inconsciencia, tuve la certeza de que estaba muerto, de que mi nueva realidad, lo que ahora veía y sentía y palpaba, no lo experimentaba como Bvalltu, sino como el fantasma que en que me había convertido en un instante. Curiosamente no sentí miedo, sólo sorpresa y una vaga sensación de alivio: morir, después de todo, no era para tanto.
De inmediato me preocupé por Gema, que parecía malherida. Salió ensangrentada del vehículo y comenzó a subir, a trepar más bien, por la escarpada pendiente. Parecía conmocionada, confusa. La llamé pero no me oyó o no me quiso hacer caso -aunque tenía la extraña certidumbre de que podía oírme-, salvo por un gesto con su mano que me invitaba a seguirla. Su ascenso desesperado tenía un no sé qué de hipnótico que tiraba de mí. Por más que la llamaba, su única respuesta era el mismo gesto mecánico con la mano. Así seguimos, sorteando árboles y peñascos hasta que al fin vislumbré los faros de un vehículo. Había encontrado la carretera. Por fin sería atendida de sus graves heridas. Una luz de linterna nos deslumbró y una voz hirió la espesa oscuridad.
-¡Por aquí, por aquí!
Era un coche de la policía. Había llegado junto a una ambulancia. Cuando advertí que todos acudían hacia donde yo estaba y se aprestaban a auxiliarme con solicitud, una opresiva sensación de irreversibilidad atenazó mi garganta. Al otro lado de la carretera una Gema ensangrentada y delicuescente me sonreía mientras su contorno se difuminaba en la oscuridad de la noche. Eran las 3:30 de la madrugada.
Desperté sudoroso y con una espesura mental que me impedía razonar contra la insensata sensación de pérdida que me habitaba. Corrí hacia el teléfono para telefonear a Gema cuando advertí el parpadeo de una lucecita roja que me avisaba que tenía un mensaje. Era de Gema despidiéndose y deseándome una pronta recuperación. El mensaje había sido grabado a las 3:30 de la madrugada.
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