Como cada Semana Santa, la lluvia ahoga las saetas y anega las calles de mi ciudad. A los visitantes les cae como un jarro de agua fría y habrán de esperar otra vez al año próximo para calentar en la playa los cuerpos maltratados por inacabables noches de parranda. Algunos tronos no podrán salir y los feligreses locales, resignadamente decepcionados, gozarán de todo un año para reponerse del varapalo frecuentando piadosamente la iglesia, el bar, o ambos sacrosantos lugares. Nunca llueve a gusto de todos, dice el tópico, pero aquí el enojo que produce la lluvia semanasantera es un sentimiento generalizado, tal vez lo único en lo que están de acuerdo todos los ciudadanos, de modo que lo que quita en ardor religioso lo pone en concordia democrática. Y todos descontentos.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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