Como cada Semana Santa, la lluvia ahoga las saetas y anega las calles de mi ciudad. A los visitantes les cae como un jarro de agua fría y habrán de esperar otra vez al año próximo para calentar en la playa los cuerpos maltratados por inacabables noches de parranda. Algunos tronos no podrán salir y los feligreses locales, resignadamente decepcionados, gozarán de todo un año para reponerse del varapalo frecuentando piadosamente la iglesia, el bar, o ambos sacrosantos lugares. Nunca llueve a gusto de todos, dice el tópico, pero aquí el enojo que produce la lluvia semanasantera es un sentimiento generalizado, tal vez lo único en lo que están de acuerdo todos los ciudadanos, de modo que lo que quita en ardor religioso lo pone en concordia democrática. Y todos descontentos.
Transcribo el prólogo de la autobiografía del filósofo Bertrand Russell escrito por él mismo: PARA QUÉ HE VIVIDO
Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación. He buscado el amor, primero, porque conduce al éxtasis, un éxtasis tan grande, que a menudo hubiera sacrificado el resto de mi existencia por unas horas de este gozo. Lo he buscado, en segundo lugar, porque alivia la soledad,esa terrible soledad en que una conciencia trémula se asoma al borde del mundo para otear el frío e insondable abismo sin vida. Lo he buscado, finalmente, porque en la unión del amor he visto, en una miniatura místicala visión anticipada del cielo que han que han imaginado santos y poetas. Esto era lo que buscaba, y, aunque pudiera parecer demasiado bueno para esta vida humana, esto es lo que -al fin...
Comentarios