Vivimos en un estado de derecho y estamos acostumbrados a pedir responsabilidades a los organismos que dicho estado democrático habilita para que los ciudadanos expongan sus quejas, protegiéndolos así de los atropellos impunes que ciertas compañías de primera necesidad (energéticas, telefonía, etc) vienen cometiendo –bien que con una flamante y nueva piel de cordero más acorde con estos tiempos de persuasiva mentira publicitaria- desde hace lustros. El problema es que esos organismos pensados para tramitar las quejas de la ciudadanía no son todo lo diligentes que sería deseable, o peor, ellos mismos se han burocratizado y convertido en otra pieza del mismo engranaje usurpador de libertades que en un principio tenían por misión combatir. Llevo casi dos semanas sin Internet y cuando reclamo, me siguen contando el mismo cuento de hace veinte años (no en lo referente a Internet, entonces no existía): que si son los técnicos, que ya se sabe cómo son, que si hay saturación en las líneas, etc.) El OCU sólo interviene en segunda instancia, es decir, cuando el reclamante está ya hasta los mismísimos. Y si reclamas, ya sabes: que si los técnicos, que si hay sobrecarga en las líneas, etc. Ya va siendo hora de que en vez de contarnos el problema no proporciones soluciones. O de que se hagan el harakiri de una puta vez.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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