
Al parecer, la sociedad, que, según el diccionario, se define como ‘el conjunto de personas que se relacionan entre sí, de acuerdo a unas determinadas reglas de organización jurídicas y consuetudinarias, y que comparten una misma cultura o civilización en un espacio o un tiempo determinados’ se comporta como un ente vivo, al margen de sus componentes primarios y, a su escala, indiferenciados –los seres humanos- y ejerce su voluntad de existencia y sigue su propio periplo vital. Así, por las buenas, sin necesidad de consultar a ninguna de sus células –que son, por definición, indistintas a esa escala- ni reparar en el empaque ni en las prerrogativas de éstas. No tiene en cuenta ni le importa un comino la opinión de, por ejemplo, George Bush, ni en el improbable caso de que éste tuviese luces y/o clarividencia para advertir la existencia de un ser de esta naturaleza y –presa del miedo transformado en furor fundamentalista- ordenase recluírlo en Guantánamo, por si las moscas. Hay, ha habido y sin duda habrá, sociedades cuyo cambiante humor determine el inicio de contiendas bélicas así como la consumación de pactos y alianzas entre ellas. Uno puede pensar que esas decisiones las toma un dirigente o un grupo de poder, pero la verdad es que responden a una secuencia lógica dentro de la evolución como ser vivo de las sociedades. Hay quien defiende que Hitler desencadenó, con su política agresivamente expansionista e intolerante, el conflicto bélico que luego se denominó la Segunda Guerra Mundial. Nada más lejos de la realidad: fue la sociedad alemana la artífice de tamaña brutalidad –que después lamentó y no supo explicarse a sí misma, como un hipnotizado no acierta a comprender cómo pudo comportarse de tal o cual manera bajo el efecto de la hipnosis-, y a pesar de la presumible postura contraria de la mayoría de sus ciudadanos, que nada pudieron hacer como individuos, como células impotentes -aunque advirtieran o al menos intuyesen las consecuencias funestas de las decisiones de sus dirigente- ante la imparable inercia histórica de la sociedad en la que vivían que, adecuadamente alimentada por acontecimientos trascendentales que sólo ésta supo interpretar, actuó en consecuencia, como un perro bien adiestrado responde según le han enseñado ante determinados estímulos. Digamos que vomita sucesos históricos tras la ingestión de acontecimientos sociales que los humanos le proporcionan como alimento. Es tan inevitable como el pillaje del ejército ganador tras haber derrotado al enemigo y conquistado su ciudadela. La suma de los actos de todos y cada uno de los humanos impulsa a la sociedad en cuyo seno habitan a tomar decisiones soberanas -al margen de los humanos- que sólo unos pocos son capaces de intuir. Hablo, entre otros, de Ortega y Gasset y desde luego excluyo a la mayoría de los políticos, cuya clarividencia es tan evanescente como su voluntad para acometer proyectos de una duración superior a la de la legislatura que los ciudadanos le confían.
En ocasiones, cuando se apodera de mí el tedio, me da por jugar al parchís con mi madre que vive allende las galaxias. Como sus esquemas cerebrales, sumamente complejos, no atinan a entender que un círculo coloreado de plástico pueda tener hambre, nos enredamos en interminables disputas durante las cuales muevo sagazmente mis fichas para ganar la partida tras haberme comido todas las suyas. Menudos cabreos coge la pobre.
“Mas busca en tu espejo al otro,/ al otro que va contigo”. Machado, Antonio.
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