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Una muerte provechosa


Cuando el médico le dijo a Víctor que le quedaban seis meses de vida, él decidió que no sería tanto. Volvió a casa, cogió su Kodak P712, llenó la mochila de los viajes y tomó un avión rumbo a Oslo para desde allí volar en otro más pequeño hasta las islas Svalbard, situadas más arriba del círculo polar ártico, para fotografiar focas y osos polares. En su web personal aparecían nuevas fotos cada día en las que se observaban enormes osos cubiertos de largos mantos de pelo blanco. Si uno se fijaba con atención, la distancia a que eran tomadas las fotografías se acortaba día a día con temeridad.

Isabel llevaba años bebiendo a solas en casa, rodeada de gatos y de penas. Su única conexión con el mundo, aparte del recadero que le llevaba a casa cada semana una caja con botellas y una bolsa con latas de sardina y pan de molde, eran las horas que, cuando el alcohol se lo permitía, dedicaba a navegar por internet. Por casualidad, un día entró en la web de un fotógrafo y quedó fascinada con la contemplación de las fotos de unos osos polares. Eran animales grandiosos de porte orgulloso y mirada serena que reavivaron en Isabel la llama que un día alumbró su vida como pintora, antes de que la depresión la obligase a abandonar una prometedora carrera artística y sustituyera los pinceles por copas. Fue temblando hacia el estudio y, con dos lágrimas como dos pinceladas de júbilo en su cara, preparó el lienzo y cogió la paleta.

Alfonso entró en la galería de arte como podía haber entrado en una ferretería o una agencia de viajes: sin darse cuenta de lo que hacía. Su mujer lo había abandonado dos meses atrás y desde entonces deambulaba como un zombi por la ciudad. Era arquitecto y  llevaba en paro más de un año;  el día que por fin se rindió y decidió no salir de casa para recibir más negativas o evasivas, su mujer le acusó de perdedor y se marchó con un amante próspero que tenía esposa de conveniencia, mucho dinero y una capacidad muy oportuna para olvidar deberes conyugales. En una de las paredes de la galería Alfonso vio un lienzo que le llamó la atención. En él aparecía un oso polar en postura sedentaria con un paisaje ártico de fondo. Era tal la belleza del cuadro y la fuerza que transmitía que el corazón de Alfonso, casi parado hasta entonces como un antiguo reloj al que no se hubiera dado cuerda, emitió un sonoro tic-tac que lo sacó de su letargo de semanas y bombeó sangre fresca que coloreó su demacrada tez llenándola de vida. Fue como si un ángel le hubiera rozado el rostro. Salió con paso firme del local y se dirigió con una determinación que le llenó de asombro hacia la casa de un antiguo compañero de trabajo, también arquitecto, que un día le propuso crear juntos un gabinete de arquitectura.

Después de tres años interminables, por fin Magdalena y sus socios, todos médicos especialistas en diferentes campos, pudieron inaugurar aquel jueves la esperada y esperanzadora clínica médica que habían construido en Malawi con los fondos que tuvieron que mendigar desde que, tras acabar sus respectivas residencias en hospitales españoles, acordaron dedicar sus carreras a salvar vidas condenadas desde antes de nacer a padecer un sinfín de afecciones antes de que la muerte las rescatara del sufrimiento. Un último y providencial aporte de fondos por parte de una pintora mundialmente conocida y la económicamente ventajosa oferta del gabinete de arquitectura “El oso polar” hicieron posible el milagro. 

N’gele está aprendiendo español, así que mientras espera a ser atendido por un médico en la nueva clínica que han construido cerca de la aldea donde vive, hojea con lentitud un número atrasado de una revista española y, con dificultad, lee moviendo los labios la noticia de que “ha sido descubierto el cuerpo sin vida de un oso polar en una de las islas de Svalbard. Realizada la autopsia del animal por un equipo de científicos que viajan en un barco en misión de exploración de la fauna ártica, se descubrió con asombro en su interior, junto a restos humanos, una cámara fotográfica Kodak P712. El animal murió asfixiado al encajársele la cámara en la garganta, lo que le evitó una larga y dolorosa agonía ya que, según los forenses, padecía un cáncer en avanzado estado de desarrollo. Los restos humanos se han enviado para su identificación a un centro médico de Oslo que colabora con la Interpol.

“Disfruta de la eternidad mientras dure”.

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