Me entero por casualidad que la Academia de la Lengua prefiere el término ‘alergista’ al de ‘alergólogo’. Tú verás que llevo años sufriendo la cruz de la puñetera alergia y no he conseguido curarme por mor de un matiz léxico. Y lo extraño es que no aparece en las páginas amarillas ‘alergista’ como entrada. ¿Será que como ‘alergólogo’ tienen un retintín evocador de ciencia profunda y arcana –como paleontólogo- todos los alergistas se anuncian como alergólogos? ¿O tal vez que ‘alergista’ destila reminiscencias de corte difuso o equívoco, como masajista o sufragista, y por ende temen los portadores de dicha nominación que les puedan hacer de menos no equiparándoles con los colegas de otras especialidades, prefiriendo para evitarlo ser reconocidos como alergólogos? Todos los alergólogos que he consultado me han dado como caso perdido. Espero encontrar algún día un buen alergista que me redima de mis cada vez más frecuentes malestares, que ya van siendo, a veces, casi suplicios.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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