Troya es tomada por un caballo de madera; arde Roma mientras Nerón entona dulces cánticos y arranca arpegios a su cítara; El Vesubio petrifica para la posteridad a Pompeya y a los pompeyanos; Medina se rinde a los predicados de Mahoma, a quien los mecanos no quisieron escuchar; Alejandría, tuerta de su faro, apenas ve cómo se incendia su biblioteca; Belén añora otros tiempos en que reyes visitaban pesebres; Granada no consigue olvidar al último rey moro; Auschwitz y Treblinka se avergüenzan de seguir existiendo, pero no recuerdan el motivo; Hiroshima, por donde penetró la bala que casi asesina al mundo, es una fea cicatriz en la memoria. “Vivir es construir futuros recuerdos”, Sábato dixit. Recuerdos como llagas que laceran el presente. Pero sólo para algunos; y sólo en algunos lugares. Vivir es no conseguir olvidar; y esperar, mustio, la muerte.
Transcribo el prólogo de la autobiografía del filósofo Bertrand Russell escrito por él mismo: PARA QUÉ HE VIVIDO
Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación. He buscado el amor, primero, porque conduce al éxtasis, un éxtasis tan grande, que a menudo hubiera sacrificado el resto de mi existencia por unas horas de este gozo. Lo he buscado, en segundo lugar, porque alivia la soledad,esa terrible soledad en que una conciencia trémula se asoma al borde del mundo para otear el frío e insondable abismo sin vida. Lo he buscado, finalmente, porque en la unión del amor he visto, en una miniatura místicala visión anticipada del cielo que han que han imaginado santos y poetas. Esto era lo que buscaba, y, aunque pudiera parecer demasiado bueno para esta vida humana, esto es lo que -al fin...
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