Troya es tomada por un caballo de madera; arde Roma mientras Nerón entona dulces cánticos y arranca arpegios a su cítara; El Vesubio petrifica para la posteridad a Pompeya y a los pompeyanos; Medina se rinde a los predicados de Mahoma, a quien los mecanos no quisieron escuchar; Alejandría, tuerta de su faro, apenas ve cómo se incendia su biblioteca; Belén añora otros tiempos en que reyes visitaban pesebres; Granada no consigue olvidar al último rey moro; Auschwitz y Treblinka se avergüenzan de seguir existiendo, pero no recuerdan el motivo; Hiroshima, por donde penetró la bala que casi asesina al mundo, es una fea cicatriz en la memoria. “Vivir es construir futuros recuerdos”, Sábato dixit. Recuerdos como llagas que laceran el presente. Pero sólo para algunos; y sólo en algunos lugares. Vivir es no conseguir olvidar; y esperar, mustio, la muerte.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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