Adolfo se pasa todo el curso académico esperando que lleguen las vacaciones. Siempre ha sido así. En el colegio, de pequeño, contaba con impaciencia los días que faltaban para que concluyese el curso y poder irse con sus padres a la playa y tirarse al agua, en la que podía quedarse todo el día si le hubiesen dejado, pero su madre estaba muy pendiente de que no se excediera en sus chapuzones debido a un problema de asma que Adolfo arrastraba desde que nació. En la universidad, donde cursa cuarto de veterinaria, cuenta con impaciencia los días que faltan para que termine el curso y poder irse con sus amigos a la playa y tirarse todo lo que se ponga por delante; podría pasarse así todo el verano, follando, si aguantase, ya que el problema de la seducción previa se lo había resuelto la naturaleza dotándole de una fisonomía de estatua griega y de una labia hechicera. Explotaba con provecho ambos atributos. El segundo día de descanso vacacional en un pueblo costero con abundante oferta para los turistas, en la que no faltaba excelente materia prima sexual, Adolfo conoció a Lola, una estudiante de segundo año de arquitectura que se pasaba el curso esperando con impaciencia la llegada de las vacaciones para conocer chicos con los que practicar el flirteo con derecho a besos y magreo, y con opción a penetración sólo si el chico era de verdad excepcional. Como hasta el presente no había conocido a ninguno que atesorase esa condición inexcusable para la consumación del acto, Lola seguía vírgen, pero, eso sí, cada día con más ganas de dejar de serlo, porque cuando la calentura aprieta, sobre todo en esa etapa de la vida en que tanto para ellos como para ellas el sexo se convierte en el verdadero sentido de la misma, lo que la redime del vacío y proporciona la auténtica felicidad, si vas conteniendo el volcán e impidiendo su erupción verano tras verano, llega un día en que revientas y acabas en tratamiento psiquiátrico tras provocar un altercado en un lugar público o, en los casos más extremos, tras un intento, verdadero o ficticio, de suicidio. Lola y Adolfo se enrollaron en una discoteca y, después de los protocolarios tocamientos en la pista que sirvieron para calentar motores, se fueron muy agarraditos hacia el rebalaje, donde Lola esperaba que fuese el día afortunado en que descubriese a ese amante excepcional digno de merecer su virtud y Adolfo pensaba en echarle un polvo salvaje, con fluidos y arena de por medio. Todo fue tan bien que Lola decidió emocionada que había llegado el momento de entregar su himen, y Adolfo iba a ser el afortunado. Así se lo comunicó entre jadeos y mordiscos, pero plenamente segura. Si se lo hubiera dicho cinco minutos antes, Adolfo no habría dudado un segundo en convertirla, por fin, en una mujer completa. Pero en el preciso momento en que ella comenzó a hablarle, él sufrió un ataque de asma y perdió el conocimiento. Mientras veía la ambulancia alejarse Lola se dijo que quién sabía, que quizá Adolfo no fuese, después de todo, el chico ideal con el que ella soñaba.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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