Abilio y Marina llevaban tres meses saliendo. Eran adolescentes y apasionados, les gustaba la vida burguesa que sus padres les habían regalado, miraban el futuro con optimismo, no permitían que los contratiempos cotidianos nublaran su felicidad. Tenían, como no se cansaban de repetirles sus profesores y sus padres, toda la vida por delante.
Una tarde, Marina le dijo a Abilio que había tenido una falta. “No debes preocuparte”, dijo él, “será la excepción que confirma la regla”. Y se rió de su frase ingeniosa. A Marina no le hizo gracia, tenían que hablar en serio de aquello, ¿y si estaba embarazada? Abilio se puso lívido, había captado de golpe la seriedad del asunto. “¿Casarnos?”, tanteó, inseguro. “No seas bobo, a nuestra edad no funcionaría. Lo mejor será un aborto, ahora es fácil, si no aquí conseguiremos dinero para ir a Londres”. “Pues a mí me haría ilusión un enano, ya somos adultos, tenemos diecisiete años y con un poco de ayuda podríamos criarlo sin agobios; yo trabajaría y formaríamos un hogar”. “Pero, ¿tú eres sordo, o qué? Acabo de decir que quiero abortar y soy yo quien decide: se trata de mi cuerpo”. “Algo tengo yo que ver en la cuestión, vamos, digo yo, es una vida que hemos creado entre los dos, no sólo tú tienes voz y voto”. “Mira, Abilio, creo que esto te sobrepasa, lo mejor será que lo dejemos unas semanas, yo sabré arreglarme; ya te diré algo”.
Seis meses más tarde, Abilio vio a Marina en los multicines en un centro comercial. Ella no sólo no le había llamado, sino que había desaparecido del mapa. “Marina está de viaje”, era la invariable respuesta que obtenía cuando llamaba por teléfono a su casa. Él estaba desesperado pensando en Marina embarazada y sola, o en Marina abortando sola y luego condenada al ostracismo por su familia, o recluida en un convento –Abilio estaba atravesando la fase romántica en literatura-, o en Marina desangrándose en la mesa de operaciones de un medicucho embaucador e inepto.
Se acercó a ella temblando como un gorrión. “Marina”, dijo, advirtiendo demasiado tarde que la mano de ella sujetaba la de un tipo alto y con el pelo engominado. Se quedó pasmado, al borde del desmayo, “Marina, ¿y tu…? ¿Y nuestro…?”, miraba de reojo el vientre liso de Marina, apenas oculto por una ajustada e insuficiente camiseta rosa. “¿Abortaste?”, espetó por fin, dejando escapar el alma por la boca. “¿Cómo?” Marina parecía confundida, pero de repente rió con fuerza y se abrazó a su acompañante, parecía feliz. “No, hijo, no. Fue, como dijiste con acierto para variar, la excepción que confirma la regla”.
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