
Cuando una nave espacial me dejó en este planeta hace muchísimos años yo era un recién nacido. Por suerte, me encontraron y fui adoptado por una familia de talante liberal que me inculcó los principios del respeto, el control de las emociones y la tolerancia para con mis conciudadanos. Durante décadas, estos principios guiaron mi camino en la vida. Nadie pudo nunca hacerme reproche alguno acerca de mi comportamiento o mis fundamentos éticos. Soy un extraterrestre, eso no puedo negarlo, pero a pesar de mi naturaleza –o tal vez gracias a ella- he alcanzado una condición moral que la mayoría de los terrestres ni siquiera sospecha que pueda conseguirse. Y ese grado de excelencia, aunque esté mal que yo lo diga, es la consecuencia de un minucioso y continuado esfuerzo de superación. Puede decirse que he moldeado mi espíritu con mis propias manos. Soy como he elegido ser y aunque el resultado no carezca de defectos –que soy el primero en reconocer-, el mero intento de ser una persona mejor, el esfuerzo realizado para ello, ponen a salvo mi dignidad.
Como extraterrestre conservo una ingenuidad natural que me permite ser más imparcial en mis juicios, estar menos condicionado por intereses previos que la mayoría. Veo a la gente tal y como es, aunque me guardo mucho de decirlo, y lo que veo no me gusta. La naturaleza humana lleva consigo las semillas de lo sublime y de lo ignominioso, y germinan según sople el viento de la historia. Y aunque lo usual sea encontrar en cada individuo un alma donde ambas semillas han germinado, no es del todo infrecuente descubrir, en ocasiones, alguien absolutamente bondadoso o radicalmente malévolo. Lo que nunca ha existido ni, probablemente, existirá jamás, es todo un pueblo esencialmente bueno o malo, sin matices ni excepciones. Cuando los humanos se agrupan para hacer el bien, lo consiguen con mayor efectividad que si lo intentasen de manera individual y, a veces, los resultados que obtienen les sorprenden a ellos mismos. Pero si ese mismo grupo decidiese hacer el mal, el resultado no sólo sería mucho más perverso que cualquier acción individual en el mismo sentido, sino que alcanzaría una magnitud tan sobrecogedora que dejaría huella en la historia. La colectividad, la masa, posee una habilidad natural para causar daños irreparables que, a no ser por los elementos de contención que introducen las leyes, convertiría este mundo en un légamo de inmundicia y penuria en poco tiempo. Y, con leyes y todo, siempre, en cualquier momento de la historia, algún lugar de este planeta vive lo que puede ser denominado, sin temor a exagerar, un verdadero infierno.
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