
Alguna vez he fantaseado, e incluso soñado, con que Satanás se me aparece y me pregunta qué precio estaría dispuesto a pagar por conseguir la vida eterna. Otras veces es más concreto y me hace escoger una de entre varias posesiones mías de inestimable valor personal (mi alma, mis sentimientos, etc.) para ofrecerle a cambio de la inmortalidad. Siempre dudo, no confío del todo en él, en parte porque desde chico me enseñaron a desconfiar del Diablo y en parte porque sus planteamientos me parecen capciosos, y temo que, diga lo que diga, acabaré arrepintiéndome durante toda la eternidad. ¿Por qué habría de ser así?, me pregunto; puede que el trato no tenga truco y gane una vida interminable, ¿no es eso lo que sueña la mayoría de la gente? Tras pensarlo unos momentos decido que no, que la mayoría de la gente no sé, pero que por lo que me atañe, una vida sin fin soportándome a mí mismo sería un infierno -ya esta se me está haciendo eterna...-, y como sé que tengo uno garantizado, sería un mal trato, pues tendría que entregarle al Diablo algo para conseguir lo que ya me pertenece y en su momento disfrutaré. Así que termino diciéndole que se vuelva a sus cálidas cavernas, que allí nos veremos algún día no muy lejano. Y se va, pero mirándome de reojo mientras se aleja con una sonrisa ladina en su rostro tiznado. Yo me quedo cavilando si no habré sido víctima de alguna argucia suya sin saberlo, es fama lo retorcido que puede llegar a ser este señor, y un servidor no sobresale por su viveza. Me acabo consolando con la idea de que tanto da una vida eterna en este mundo que en cualquier otro, sea o no de ultratumba, porque siempre sucede que quien nace para martillo, del cielo le llueven los clavos, aquí y en la constelación de Andrómeda; así que me olvido del asunto. Hasta que, otro día, puede que el menos pensado, me encuentro de nuevo pensando en esa situación, tal vez soñándola, y sopesando otra vez los pros y los contras de su proposición. Y así eternamente.
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