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Graz

Paseo por la bonita ciudad de Graz, en Austria. No llevo mapa, pero adivino que estoy en el centro porque veo una tienda de Zara. Es la Innerstadt, el centro histórico, con su iglesia -tal vez catedral, no pregunto-, su ayuntamiento y su museo. Pequeñas calles como venas zigzagueantes trazan un bonito laberinto por donde transitamos los turistas sin perdernos, porque todos los caminos conducen a Zara. Hace un tiempo húmedo e inestable, caen gotas espaciadas sobre los puestos de comida de la plaza. Siento hambre y me acerco a uno a comprar unas manzanas. Me atiende una hermosa muchacha que sonríe con una sonrisa que ilumina la tarde. ¿Diecisiete? ¿Veintiuno? Es difícil precisar la edad de las personas que viven etapas de la vida muy alejadas de la nuestra. Quiero pensar que la pícara sonrisa que me ofrece junto al cambio no es sólo de cortesía. Pero, en fin, como si lo fuera. Recorro comiendo una manzana estrechas calles con olor a sombra, intento perderme en ellas, detener por unos minutos el reloj del tiempo, volverme piedra y moho, esparcirme y tomar vida en las piedras de la vetusta ciudad para ser parte de su historia, fundirme con cada adoquín del suelo, difuminarme y transformarme en ese aire puro que rezuma humedad y fantasía. Es inútil. Una gota fría me humedece la nuca y vuelvo a la realidad. Vuelvo al centro. Vuelvo a Zara.

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