
Si la vida es una continua elección, un escoger a cada instante una opción y desechar las restantes, también es entonces una continua renuncia. Si cada persona es la suma de sus elecciones también es la suma de todas sus renuncias y llega un momento en la vida de cada uno en que inevitablemente se pregunta: “¿a cuánto he renunciado por ser lo que soy? ¿Qué me he perdido? ¿Han sido mis elecciones acertadas? Y, si lo han sido, ¿por qué no soy feliz?”
Ser buena persona no conduce necesariamente a la felicidad, si acaso a la tranquilidad de espíritu, pero tampoco eso está garantizado. Ser buena persona, para el universo, tiene tan poca importancia como ser mala persona; y para la humanidad, desgraciadamente, también. Cada hombre es muchos hombres, no sólo por la variabilidad que significa el paso de los años, sino también en cada instante. Yo ahora soy la persona que ha decidido escribir estas líneas, pero podría ser la persona que decidió comerse un helado o la que escogió darle una patada a un gato. Cada decisión conlleva una carga moral que no siempre está clara para quien decide. Ningún hombre es un héroe para sí mismo.
De entre los judíos surgió un profeta que predicaba el bien; los judíos lo crucificaron y lo convirtieron en mártir; así nació el cristianismo. Nerón persiguió a los cristianos para echarlos a los leones. Siglos más tarde, como desagravio histórico, los cristianos, que habían sustituido en el poder al Imperio Romano, dieron tormento y quemaron en hogueras a los culpables de herejía, preferiblemente judíos. ¿Se había hecho justicia? ¿Era más legítima la crueldad de los cristianos que la de los judíos? Pienso que la crueldad, como el amor, es un rasgo de la conciencia humana que no atiende a credos ni a colores políticos. Se ejerce y ya está. Y allá cada uno con su conciencia.
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