Mi fino olfato de perro callejero me lleva hacia ti atravesando el manto brumoso y tenue de la noche. Merodeo por tus contornos y suplico con la mía una mirada tuya que disipe las tinieblas que me envuelven. Soy un superviviente de mil amores naufragados y mi vida zozobra de nuevo ante la galerna que desata en mi seno tu callada promesa de no ignorarme del todo. Tu presencia llena mi mundo y tus aromas de azahar alimentan mi pálida condición de perro loco y solo. Me humillo a tus pies, suplico en silencio una caricia, un murmullo amable, una mirada, algo, nada. Perplejo una vez más, casi abatido, me alejo tristemente de tu vera, aún esperando un milagro de última hora: un silbido tuyo, una llamada, para correr hacia ti ciego de alegría, ni siquiera esperando unas migajas, un reseco hueso de las sobras de tu misericordia, sino sólo contemplarte, eternamente contemplarte durante unos minutos por última vez una vez más, antes de que me eches de tu lado como siempre, y me aleje para siempre con el perfil de tu desprecio grabado a fuego en mi pecho desdichado. Como siempre.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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