
El sol me quemaba la piel. Sentía el dolor de mi carne reseca agrietándose lentamente, indefensa ante los rayos como espadas del sol de mediodía. Demasiado tiempo, demasiado dolor, insoportable la inclemencia de la desesperanza. Habían sido días, semanas, no sé, el tiempo no sirve como referencia si no va acompañado de señales fiables que lo respalden, el tiempo no es más que una nada infinita de sufrimiento al que te acabas por abandonar indefenso, postergado, resignado y la sóla esperanza de una muerte cercana te calienta el espíritu y mitiga tu tortura. Fueron semanas, sin duda, lo sé ahora por las palabras del comodoro Rogers, “llevamos siete semanas a la deriva”, dijo. Y no dijo nada más, no al menos para que yo lo escuchase. Yo había perdido, y no pertenecía con propiedad a la tripulación de aquella balsa salvavidas en la que habíamos escapado tras hundirse nuestro buque. Un buque moderno, orgullo de sus armadores, que sin embargo no había resistido los embates de una tormenta demencial en pleno océano. No sé si hubo más balsas con supervivientes. Sólo recuerdo a intervalos entre sueño y vigilia, cuando la fiebre atenúaba su virulencia, que los cinco subimos a este bote y nos salvamos del naufragio. Y también que estábamos eufóricos por ello. Sólo tras varios días de deriva caímos en la cuenta de que tal vez nuestra suerte había sido peor que la que tuvieron los ahogados con el hundimiento. Con alimento escaso y sin capacidad de gobierno sobre la balsa sólo un milagro nos podría salvar de una muerte segura.
Creo que fue el doctor Paniker quien expuso nuestra situación real sin adornos retóricos ni fingida euforia. “Sólo tenemos agua y comida para cinco semanas, si la racionamos adecuadamente”. Después la tortura de una agonía sin fin bajo un sol despiadado y un océano que era nuestra inabarcable prisión.
Damiens y Evans eran marineros curtidos y les sobraban las explicaciones del doctor. La situación para ellos era clara, tres marinos, un médico y un turista afortunado flotaban en medio de un mar embravecido sin medios para navegar y con escasos alimentos. Según las leyes despiadadas del mar el procedimiento era ineludible. Si no avistábamos tierra antes de acabar con la comida, uno tras otro de los supervivientes debía servir de rancho para los demás, hasta que sólo quedara uno, que perecería lanzándose al agua para morir ahogado.
Lo echamos a suertes y perdí yo. La poca cantidad de agua que recogíamos de las lluvias esporádicas bastarían para varias semanas más, pero no llueve carne en el océano. El doctor Paniker aplicó toda su pericia para atenuar mi dolor, pero aún así mi padecimiento era inenarrable. Comenzaron por las zonas blandas, que engullían con asquerosa fruición. El doctor taponaba las zonas descarnadas para que no me desangrase. Debía aguantar vivo el mayor tiempo posible. Muerto no serviría como alimento porque mi carne se pudriría. La mayor parte del tiempo estaba semiinconsciente. Oí muy lejana la voz del comodoro Rogers diciendo “No está mal para ser irlandés”. Se rieron todos menos el doctor. En uno de mis escasos momentos de lucidez sentí que alguien me daba un trozo de carne, y después agua. Mi propia carne, pensé. Me incorporé un poco y vi al doctor bajarse una pernera de su pantalón no sin antes ver yo que le faltaba una rabanada de carne de su pantorrilla. Él se dio cuenta y me susurró :”Entiéndeme, no es cristiano, y vamos a morir todos”. Le supliqué con la mirada y sentí cómo me izaba y me arrojaba por la borda. Me abismé en una densidad tenebrosa mientras mi lucidez se diluía como los rayos del sol contra el profundo océano.
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