Las convicciones profundas sirven, si no para otra cosa, al menos como referencia cuando la mente, aturdida por el sopor del día a día, naufraga en el laberinto de cristal de sus propias ilusiones. Hay quien se aferra a una idea como un náufrago a una tabla en medio del océano. Y, por más que se acabe hundiendo con ella, no está dispuesto a admitir que se agarra a una idea equivocada. No sé quién inventó eso de ‘ser fiel a uno mismo’, pero andaba algo despistado. La fidelidad no existe, sólo la supervivencia. Y si no que les pregunten a los chaqueteros de la democracia temprana: cambiaban de colores y de discurso con la misma presteza con que acusaron para salvaguardarse al vecino inocente. Para comprender por entero el verdadero sentido de las palabras grandilocuentes con que algunos se atragantan en discursos excelsos no hay sino que haber vivido la desnuda realidad de una guerra que desmiente amistades y clarifica posturas que jamás adquirirían su relieve en tiempos de paz. De paz y de hipocresía.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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