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Marilyn

Hace 46 años, Marilyn, que abandonaste este mundo y lo dejaste más frío y más gris de lo que nunca fue, privado de la gracia divina de tu sonrisa y del brillo de aurora boreal de tu pelo de blanca plata. Lo abandonaste, Marilyn, porque nunca lo encontraste cómodo, era para ti como un vestido que te quedase demasiado holgado, y tú siempre preferiste los que se te pegaban a la piel o, sencillamente, la piel desnuda, esa piel blanca y sedosa pero impermeable que te impedía sentir el calor de quienes te quisieron (pocos) y no dejaba salir, liberándote, el frío que siempre anidó en tus entrañas. Cuando niña te gustaba sentarte frente a los grandes cines de Los Ángeles a mirar asombrada los rostros de las estrellas que adorabas. De aquella época te quedó la mirada cándida y de estupor con que contemplabas el mundo, como sin dar crédito a cuanto veías en él, incluyendo tu propia fama cuando llegó, que te doblegó para siempre desde la primera contienda. Tal vez era lo que deseabas pero no era como lo deseabas, y esa desilusión temprana determinó el signo de tu destino. Te fuiste aficionando al alcohol y a las pastillas. Alguien te aconsejó el deporte y la literatura como bálsamos para la tristeza y te casaste con un famoso deportista, primero, y con un escritor de éxito, después. Tras el fracaso de ambos matrimonios nadie se ocupó en explicarte que habías interpretado mal aquel consejo; pensaste con tu encantadora ingenuidad que quien te lo dio no debía de estar bien informado.

Nunca fuiste la rubia mona y tontina que la gente pensó, sino el ser desvalido y tímido que tenía miedo de sus propias palabras, la que sólo a su psicoanalista se atrevió a preguntar: “¿Para qué sirve la noche?”, o a responderle cuando te preguntó que a quién pertenecías: “Pertenezco al miedo”. Por eso te limitabas, en vez de dar respuestas ingeniosas que guardabas para replicar a tu soledad, a reír con aquella risa cantarina que desmentía el profundo temor que desprendían tus enormes ojos de corza, cuando los periodistas te preguntaban estupideces. Tu vida entró en barrena temprano y buscaste refugio en el sexo. Una noche estabas en la cama de una suite privada en un hotel esplendoroso de Nueva York con el presidente de tu país y la siguiente cabalgabas sobre los muslos desnudos de un potrero mejicano en el interior de un Pontiac abollado en un arrabal de Los Ángeles. Buscabas pertenecer a alguien, Marilyn, eras como una perrilla bajo la tormenta que sólo ansía un techo protector y una mano amorosa que la acaricie, una mano que nunca encontraste. Poco antes de morir te sorprendió el miedo a la vejez y tras muchas sesiones en el salón de belleza y decenas de inyecciones de hormonas descubriste como en una revelación que el único camino para escapar al expolio de los años era no cumplirlos; y decidiste morir joven, Marilyn. Tus últimos años en este mundo fueron un triste epílogo para una diosa: psiquiátricos, drogas, sexo mercenario, tensiones en los rodajes por tu falta de concentración. Llegabas tarde a todos los encuentros y sólo acudiste a tiempo a tu propio funeral, querida Marilyn. Muy cerca del final escribiste un verso pidiendo ayuda: “Cada día siento más cerca la vida, pero sólo quiero morir…”. Nadie acudió en tu socorro. Te me fuiste como un suspiro una noche cálida de Agosto. Nunca sabrás que marcaste mi destino después de muerta, porque desde que vi por vez primera tu rostro de ángel pícaro y tu cuerpo abarcador de prostituta inocente y pervertida, desde que me aprendí de memoria tu risa de ensueño y me convertí en insomne buscando una explicación a tu huída desoladora, vago por la vida buscando en cada mujer a la mujer que tú no pudiste ser del todo, Marilyn, porque el torbellino de la fama te arrancó las alas de Campanilla y te lastró con plomo tus zapatos de Cenicienta para que jamás huyeses al reino de los sueños que no se cumplen y permanecieses en el de los que sí se cumplen, como el tuyo de ser estrella, que al realizarse acabó por arruinarte la vida.

Yo no soy creyente, Marilyn, pero te tengo en un altar y rezo a tu imagen cada noche. ¡Te fuiste tan pronto! Vuelve, por favor, vuelve y sálvame la vida. O, mejor aún, vuelve y llévame contigo, Marilyn, y enséñame a ser inocente y a reír en vez de hablar palabras vanas y a soñar sueños que jamás se puedan cumplir.

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