
Todavía recuerdo, después de tantos años, el día aciago en que aquella gitana me maldijo. Paseaba yo camino de mis oficinas, en el corazón de Wall Street, cuando aquella mujer harapienta me pidió limosna. Se la negué, con un gesto desabrido, y quise rodearla para seguir mi camino, porque me estaba cortando el paso. Pero ella me agarró con fuerza del brazo y me arrojó a la cara su maldición, o su vaticinio o deseo perverso: “Verás con tus propios ojos cómo tus riquezas se multiplican, pero tus descendientes serán castigados por tu falta de caridad”. Esto fue en 1845, tenía yo cincuenta y cuatro años, mujer y tres hijos varones y era el hombre más rico de Nueva York.
Cuando, años más tarde, supe que me faltaba poco para morir, hice llamar a mis hijos, todos casados y con descendencia, junto a mi lecho y les conté la maldición de la gitana, que había recordado cada día de mi vida, cada vez con mayor obsesión. Los tres trabajaban en mi grupo de empresas con destreza y buen sentido, cualidades que habían heredado de mí, así que no me preocupaba el futuro del negocio, pero sí el de sus hijos y nietos, amenazados por el vaticinio de la gitana. Ellos intentaron calmarme, me dijeron que nada había que debiera preocuparme, que eran felices y yo no debía pensar en esa bobada en mi delicada situación. Algo más tranquilo, les bendije y morí en paz.
Y desde aquel momento, paso los días contemplando cómo mis riquezas se multiplican manejadas por las manos hábiles de mis descendientes que a cambio son castigados en sus corazones por el fatalismo del destino, desde este retrato mío que cuelga en la pared principal de la sala de juntas de esta sala, justo encima del sillón que un día yo ocupé -quiero decir, el cargo- y después ocuparon, cada uno en su momento, diferentes y sucesivos presidentes de mis compañías, todos descendientes míos, hijos, nietos, bisnietos, tataranietos y así hasta seis generaciones consecutivas, todas malditas por el conjuro de la gitana. Han transcurrido lúgubres y eternos años desde mi muerte. Y sufro con resignación el cumplimiento de la maldición de aquella mujer cruel y amargada a la que debí haber concedido un minuto de mi tiempo y una triste moneda cuya ausencia no hubiese notado mi bolsillo.
Comentarios
También me pasaba para desearte unas felices navidades y un próspero año nuevo.
Un fuerte abrazo.