Es una lástima que sólo en tiempos difíciles demos a las cosas su verdadero valor. Sólo quien ha estado al borde de la muerte está capacitado para apreciar sinceramente la vida y disfrutarla de pleno –al menos durante un tiempo, que la memoria es delicuescente y poco agradecida-. No hay sino que haber sentido el escalofrío que produce la perspectiva de dejar de ser para dar su auténtico valor al milagro de ser, de poder seguir siendo durante unos años más. La más anodina de las personas, o la más apesadumbrada, o la que más clama al cielo por lo mal que la vida le trata, se vuelve súbitamente, gloriosamente agradecida y llena de vitalidad y amor gozoso tras superar el trance angustioso de haber sido rozada por la muerte. Si no te lleva consigo, la muerte te vuelve converso y te devuelve la fe que perdiste al hacerte adulto, te ilumina como a San Pablo y pasas a ser uno de los más acérrimos devotos de la vida. Será por eso que dicen que lo que no mata engorda, sólo que lo que en realidad engorda es la capacidad de disfrutar del mero hecho de estar vivo.
Pasamos por el tiempo que nos ha tocado en suerte como si fuese inacabable, y no queremos ser conscientes de que la vida no es para siempre. Damos por sentado que lo que ha sucedido sistemáticamente durante un tiempo tiene por fuerza que eternizarse, y ese convencimiento falaz –fruto de la falta de reflexión o de la simple estupidez- tiene consecuencias nefastas. Un día cualquiera llegamos a casa y en lugar de la persona querida, como había venido ocurriendo cada día durante los últimos diez años, encontramos una nota escueta en la que ni siquiera hay escrita una explicación para el abandono, porque sencillamente esa explicación la teníamos que haber intuido antes del desastre si hubiéramos cuidado con mimo la relación y así, tal vez, haber podido evitar la derrota; una rosa inesperada o una mirada de verdadera comprensión cuando es precisa pueden salvar un amor que se perderá si lo dejamos caer en manos de la rutina. Del mismo modo, imaginamos que el sol seguirá saliendo cada día por oriente, que habrá hielo en los polos durante siglos y que nunca habrá un terremoto devastador en nuestro pueblo. Deseamos una vida previsible y sin sobresaltos; sin grandes alegrías pero también sin grandes sustos.
Pero el universo es caos, tiende al desorden y le importa un pimiento que nosotros existamos o no. Cualquier momento es adecuado para que todo se vaya a hacer puñetas. Por eso hay que procurar vivir con intensidad los pequeños momentos maravillosos que la vida pone a nuestra disposición y que muchas veces sólo valoramos cuando ya es demasiado tarde. Vivir es aquí y ahora. Y un besito, corazón.
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